lunes, 21 de junio de 2010

Primera Plana

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Adiós: Conciencia
platónica del mundo ideal

Juan Carlos G. Alarcón.- Me uno a las voces, cantos, letanías tan vibrantes desde distintos rincones del planeta que desean feliz vuelo hacia otra vida mejor a una de las plumas más sublimes de las letras mundiales contemporáneas.
La imagen más viva, más poderosa, más memorable que conservo del - desde hace lustros- escritor inmortal, es cuando lo conocí, lo vi, lo escuché, a medio metro de distancia, dialogar, frente a frente, con el último humanista de la historia, el filósofo francés George Steiner.
Aún vivo para fortuna de la humanidad: el autor de La muerte de la tragedia y Gramáticas de la creación.
Tuve el honor de testimoniar, durante varios minutos, el extraordinario duelo verbal, cada uno armado con las mejores estratagemas conceptuales, semánticas de nuestra época, sutilmente imbricadas a cada oración, frase, idea lanzada al aire, de dos de las mentes más agudas, más críticas, más reflexivas, desde tiempos del esplendor filosófico griego, sobre la milagrosa relación, ora grata, ora ingrata, entre el lenguaje y el mundo, el hombre y la realidad. Dos conciencias nucleares antiatómicas, titánicas, tan analíticas del fenómeno de la globalidad económica, financiera, tecnológica, socio-cultural que trata de homogeneizar, domesticar a todas las razas de la Tierra, intercambiaron luminosos pensamientos, a través de sus mutuos telescopios, prefigurando con su intenso fulgor el futuro sombrío de la sociedad mecanizada, virtualmente digitalizada, del tercer milenio cristiano.
Estábamos, por azares matemáticos, exactísimos del destino - coincidimos milagrosamente- en una de las cuatro universidades más antiguas de Europa y del mundo, fundada por el rey Alfonso IX de León en 1218, la célebre Universidad de Salamanca, España.
Aquella que conserva honradamente como lema, desde hace varios siglos, no por famosa menos certera, la sentencia: Quod natura non dat, Salmantica non praestat. ¡Lo que natura no da, Salamanca no presta!
Era el 29 de mayo de 2002, año en que la milenaria Salamanca ostentaba egregia el título de Capital Europea de la Cultura, declarada Ciudad Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1988.
Transcurría - en la parte alta del edificio que alberga el Paraninfo de la Universidad- el festivo brindis, la magnífica celebración en honor de la investidura de dos nuevos doctores.
Minutos antes, las autoridades universitarias salmantinas, el Claustro de Profesores, en acto de lo más solemne, vestidos todos los protagonistas con birrete y toga, ad hoc, habían concedido sendos doctorados Honoris Causa: al ensayista francés George Steiner, uno de los críticos de la Modernidad más importantes del mundo, y al escritor mexicano Carlos Fuentes, uno de los novelistas más representativos de Latinoamérica y de los cinco continentes.
Doctorado Honoris Causa que también recibiera en 2000 el autor de Memorial del convento, El Evangelio según Jesucristo, El ensayo sobre la ceguera y El ensayo de la lucidez, por parte de la Universidad salmantina. En cuyas aulas inicié, en ese mismo 2002, bajo el influjo sutil de tales espíritus portadores del fuego de la libertad de pensamiento, iluminadoramente discursivo, y quizá más por aquellos ecos hilos de luz de las plumas del Siglo de Oro español, el doctorado en Literatura Española e Hispanoamericana.
«C`est un grand ouvrier de miracles que l`esprit humain», retumbó la voz del autor de La barbarie de la ignorancia y Nostalgia del absoluto.
«Dios es el silencio del universo, y el ser humano, el grito que da sentido a ese silencio», replicó el autor de La caverna.
En esos instantes parecían brotan de las paredes, del piso, del techo, las almas de aquellos pensadores, humanistas, poetas, dramaturgos, geógrafos, escritores, que habían caminado por ahí, tantas veces, también conversando, discurriendo, tal vez, sobre su circunstancia, en siglos pasados.
Lo mismo San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Ávila, Luis de Góngora y Argote, Fray Luis de León, que Antonio de Nebrija, Calderón de la Barca, Miguel de Cervantes Saavedra y Juan Ruiz de Alarcón, entre tantísimos otros que contribuyeron a cimentar la cultura iberoamericana y, en particular, a enriquecer y dar brillo imperecedero a la literatura y lengua españolas per secula seculorum.
Después, nos trasladamos, autoridades universitarias, galardonados, más invitados especiales, al Colegio del Arzobispo Fonseca, en cuyo Salón de Pinturas - sólo abierto para acontecimientos realmente importantes- se ofreció una exquisita comida con los mejores entremeses, platillos, postres del arte culinario ibérico. Sin que faltaran los vinos más finos de Rioja, cosecha 1980. Nuevamente se volvió a utilizar ese selecto espacio durante la XV Cumbre Iberoamericana en 2005.
Ahí, entre bocado y bocado de besugo, merluza, mejillones, anchoas, y sorbos de vino y vino, pude dialogar con el Premio Nobel de Literatura 1998, el portugués José Saramago.
Esa tarde, dentro del edificio más prominente de la arquitectura civil del Renacimiento español, inicié la amistad que hoy, con estas líneas, pensamientos, ante su fallecimiento acaecido el pasado viernes 18 de junio, refrendo públicamente al autor de La República.

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