miércoles, 29 de agosto de 2012

COLUMNA

Magnicidios en México

Apolinar Castrejón Marino

En política los complots, conspiraciones y traiciones son cosa de todos los días. Los tratos «en lo oscurito», los pactos secretos y los arreglos «de a como no», son medida común entre los políticos… de todos los colores.
Se cuentan muchos casos en que a los protagonistas les ha costado la vida, pero ni así…. Luis Donaldo Colosio y José Francisco Ruiz Massieu son casos recientes. Pero a lo largo de la historia se han registrado decesos a los que sí es correcto etiquetar como magnicidios.
Tal es el caso del General Álvaro Obregón que fue Presidente de la República del 1 de diciembre de 1920 hasta mediados de 1924.
Sea por voluntad personal, sea por los comentarios favorables de sus amigos y líderes de las corrientes políticas, que decidió participar por segunda ocasión como candidato a la Presidencia. Resultó electo el 5 de septiembre de 1920.
En esas andaba, cuando un fanático y desquiciado «artista» de tercera categoría, llamado José de León toral acabó con su vida asestándole 6 balazos, cuando estaba comiendo en conocido restaurante de la Ciudad de México. Obregón poseía una personalidad subyugante, dueño de un humor negro especial que sorprendía a sus acompañantes de cualquier nivel.
Él acuño la frase: «No hay general que aguante un cañonazo de cincuenta mil pesos», en alusión a que en la batalla de Celaya contra Francisco Villa, una bala de cañón le había volado el brazo derecho.
Al escritor y periodista Blasco Ibáñez, le concedió una entrevista en la que se refirió a su invalidez: «A usted le habrán dicho que soy algo ladrón. Aquí todos somos un poco ladrones. Pero yo no tengo más que una mano, mientras que mis advérsanos tienen dos, así que yo solo puedo robar la mitad que ellos.»
 ¿Usted no sabe cómo encontraron la mano que me falta? Mis gentes se ocuparon en buscar el brazo por el suelo, explorando en todas direcciones, sin encontrar nada.
‘Yo la encontraré’, dijo uno de mis ayudantes, que me conoce bien. Y sacándose del bolsillo una moneda la levantó sobre su cabeza.
 Entonces saltó del suelo una especie de pájaro. Era mi mano que, al sentir una moneda de oro, abandonó su escondite para agarrarla». Inclusive el día de su asesinato, se comió un gran plato de mole en «La Bombilla», y dijo con ironía: «Últimamente he ganado algunos kilos y si sigo comiendo no voy a caber en el frac.
 Durante la ceremonia de la toma de posesión y en lugar de la banda presidencial, me van a tener que envolver en un petate».
 Durante la comida, Ricardo Topete mostró su desconfianza del dibujante Toral.
 Llamó a uno de los agentes para preguntar quién era ese, y el agente le informó que era un caricaturista de los periódicos, que estaba dibujando al caudillo.
Toral se dio cuenta de la desconfianza de Topete, se paró y caminó hacia la mesa de honor para preguntarle al diputado cuál de los bocetos le parecía mejor.
Enseguida se acercó a Sáenz para enseñarle los bocetos. Eran las 14:20 horas, justo en el momento en que se servía el pastel «Bombilla», que a Obregón tanto lo entusiasmaba.
Toral se acercó a Obregón para mostrarle su dibujo. El general volteó y en ese momento, Toral sacó la pistola para disparar el primer tiro a la cabeza, seguidos de cuatro balazos más sobre la espalda y otro más en el muñón derecho.
En ese momento se escuchaba la canción «El limoncito», confundiéndose el sonido de los disparos con los toques de la orquesta.
Obregón inclinó la cabeza hacia adelante y hacia la izquierda, se flexionó sobre la silla, dio con la cabeza sobre la mesa y finalmente cayó al suelo, golpeándose la frente.
Entre todos los asistentes, sometieron a Toral, mientras, el cuerpo de Obregón estaba tirado con las piernas flexionadas y la cabeza contra el suelo, sangrando.
Unos decían que estaba vivo, otros gritaban que había muerto.
Con trabajos debido a su peso y obesidad, fue trasladado a su automóvil Cadillac, colocando el cuerpo en el asiento trasero.
La noticia se supo en toda la Ciudad de México. Afuera del domicilio de Obregón había una multitud en el momento en que llegó el Cadillac con el cadáver del caudillo.
 Su sirvienta, Valentina gritó que habían matado a su padrecito y cayó desmayada.
El presidente Plutarco Elías Calles llegó a la residencia de Obregón visiblemente disgustado.
Entró a la habitación donde se encontraba el cadáver. Se acercó a la cabeza del muerto y mirándolo fijamente, exclamó: «¿Querías ser presidente? ¡Pues no llegaste, pendejo!»

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