viernes, 31 de mayo de 2013

COLUMNA


Cosmos

Héctor Contreras Organista


Pájaros Caídos
Al sur de la frontera, muy al sur, aunque todavía lejos, muy lejos de la Tierra del Fuego, existió un pueblo que se llamó Chilpancingo, recostado incómodamente sobre un valle esmeralda del mismo nombre, atravesado por más de veinte barrancas y un río, rodeado de cerros pero a la vez, en el pasado, dueño de un clima agradable, al grado que el Barón de Humboldt a su paso por el lugar observó que era ahí el mejor clima del mundo, y así lo escribió en sus crónicas.  

Chilpancingo existió. Pero ninguna bomba atómica, tsunamis, terremotos o erupción volcánica alguna acabó con el caserío. Fue la historia, primero, la que le cambió nombre y le bautizó como “Ciudad Bravos”. Después, sus nuevos hijos, para abreviar, solamente le llamaron “Chilpo”.
Tal vez por el empuje de la modernidad y los derivados de la globalización les debió haber sido muy complicado pronunciar el nombre completo en su lengua original, el náhuatl, como en años idos lo hicieron los ancestros cuando a “Chilpo” lo llamaban Chilpancingo, que en esa lengua significa “Chilar en al agua”.  “Chilpo”, según estudiosos y académicos de la lengua de Cervantes significa “Chile seco”. Y así se le quedó, en espera tal vez, de otro apodo menos tonto.
Pueblos circunvecinos a “Chilpo” sufren hoy también la grosera mutilación lingüística de los modernos y muy desconsiderados hispanohablantes. 
1.-A Colotlipa hoy la llaman “Colo”. 
2.-Quechultenango ya es “Quechu”. 
3.- Mochitlán es “Mochi” y 
4.-Tepechicotlán  es “Tepe”… y todos felices, sin imaginar las consecuencias que al paso de los años les acarreará la pereza e irresponsabilidad que hoy practican, agrediendo sus orígenes.
Ahí, en ese “Chilpo”-Chilpancingo hubo hasta fines del milenio pasado ancianos y jubilados quienes diariamente se daban cita en el centro de la ciudad, en el Jardín central llamada “Plaza Primer Congreso de Anáhuac”. 
A media mañana de cualquier día se les veía charlando. Así  permanecían hasta la hora de la comida en que cada cual se retiraba a casa o a las fondas de los mercados para tomar sus alimentos. El Jardín es un lugar tranquilo y fresco; cuenta con árboles añosos, algunos de los cuales de repente tumban sus ramas secas y ha habido descalabrados. Hay bancas de fierro alrededor de un quiosco que se localiza al centro del parque. 
Domingos, martes y jueves por la noche, a las 7, una banda musical del gobierno ameniza durante un par de horas, y los jueves particularmente tocan danzones. La gente mayor que gusta de ese ritmo baila en pareja alrededor del quiosco y luce alegre el nocturnal debido a que mucha gente del pueblo asiste, destacando la belleza de la mujer chilpancingueña. “Chilpancingueña bonita”.
Enfrente del parque está la iglesia convertida en catedral dedicada a venerar la Asunción de María. A veces, cuando la banda toca también se oye el tan-tan de las campanas de catedral llamando a misa, empotradas entre dos torres blancas. La gritería de niños corriendo por el parque o las carcajadas del numeroso público que se divierte observando la actuación de un grupo de payasos que hace tiempo llegaron a Chilpo, es todo un espectáculo citadino agradable y acogedor.
Hablando de árboles que oxigenan el parque, hay uno al que la gente bautizó como “El Árbol de los Pájaros Caídos”, es decir, de ancianos jubilados que van a sentarse a su sombra por horas y horas. Por cierto, se platica que dijo uno que acertó a pasar por ahí, a otro con quien debió llevarse pesado: “Ponte a trabajar, flojo, deja de estar esperando aquí la llegada de la muerte”.
En efecto. Aunque duela, es la realidad. Pareciera que la mayoría de personas que ahí se daban cita hasta antes del año 2 mil, iban a engrosar la antesala de la muerte porque de pronto algunos dejaban de ir. Entre los asistentes se corría la voz: fulano de tal, murió. Uno a uno, se acabaron, pero llegaron otros. La mayoría de ancianos que ahí conocimos y con quienes convivimos, han fallecido.
Uno de ellos llevaba guitarra. No sabía tocar pero la llevaba para que otros cantaran. El objetivo era convivir con alegría, todos contentos en la bohemia sin alcohol. De pronto, al de la guitarra ya no se le vio, al igual que a otros. Se fue, se fueron. Para siempre.
Ahí conocimos, escuchamos y nos platicaron sus andanzas los jubilados, agentes viajeros, militares retirados, albañiles, abogados, deportistas, médicos, periodistas, impresores, maestros, burócratas, comerciantes, todos-todos cansados y vencidos por el tiempo, la mayoría enfermos que platicaban sus odiseas y maltrato en las excursiones que hacían a los servicios médicos del gobierno.
En aquellos años de finales del Siglo XX hubo en Chilpo (Chilpancingo) una mujer apreciada y valiosa por ser muy trabajadora y madre ejemplar, originaria de Mochi (Mochitlán) cuyo nombre fue Romana. La gente le decía Doña Roma o doña Romana. Alta, gruesa, pelo abundante, de carácter muy vivaracho, dinámica y quien por tal vez algunos problemas para caminar debía permanecer sentada en una silla, atrás de una tabla donde exhibía la mercancía.
Vendía frijol, sal, arroz, habas, pero sin duda que su fuerte en el negocio era el chile guajillo, o como la gente decía que también se llamaba y se sigue llamando: Chile seco.
Un día, uno de Chilpo (Chilpancingo) a quien por apodo le decían La Pachurra, llegó al jardín, al centro de la ciudad y dijo: “Ya no nos vamos a llamar Los Pájaros Caídos, como la gente nos dice. Ahora vamos a ser La Sucursal de doña Romana”.
-¿Por qué?, le pregunté.
“¿No ves que aquí hay puro chile seco?”.
Obviamente, se refería a los ancianos que habían perdido al extremo las facultades sexuales.
De esa gente que se fue escuché muchas pláticas. Me hablaron de sus andanzas, de sus aventuras, de un pasado donde les hubo de todo. Les hice un libro: “Pájaros Caídos”, pero salió pornográfico.

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