lunes, 30 de enero de 2017

ARTICULO

 Melac cococ chilmolli


Edilberto Nava García
Es indudable que la vida en sociedad ha cambiado, sea ésta aldeana o en conglomerado como en las ciudades. Y los cambios son cada vez más rápidos y por lo mismo no los percibimos, no reparamos en ellos, pero los cambios son constantes, incesantes. Ayer, como pocas ocasiones, hubo en nuestra humilde mesa dos salsas, de chile guajillo con ajonjolí y chilhuaximolli para acompañar los huevos revueltos y otros estrellados a la hora de almorzar.

Es el tiempo de los guajes, que en el pueblo ya bajaron su costo, su precio, pero hace un mes, un manojito o manojo delgado costaba diez pesos, pese a ser una vaina que nadie cultiva, porque en el mayor de los casos, los árboles de guaje nacen y crecen en forma silvestre, a la voluntad o como una caridad de Dios. Empero, debe uno ir por ellos al campo, aunque muchos vecinos tienen uno o dos árboles en sus patios, en sus calmiles.
El caso es que comenté en familia que de un tiempo acá la mayoría de las familias comen salsa como acompañante de un guisado principal, así se trate de frijoles fritos, pero que en mi niñez la generalidad de las familias eran más pobres que hoy o el régimen alimenticio era más sencillo, más simple o no exhuberante.
 En casa se hacía lo de un molcajete casi al borde de salsa, ya de chile huajillo o de picante verde con jitomate y nos servían dos o tres cucharadas a cada uno de los hijos en sendos platos (de barro en ese entonces) y a darle duro con las tortillas calientitas, acaso acompañándolas con pepitas doradas a comal, que previamente habían salado y puesto jugo de limón. Ese era un almuerzo o incluso una comida.
Nosotros sufrimos pobreza, pero gracias a Dios jamás transcurrió un día sin que probásemos alimento, así fuera el más sencillo, pero como reza la sabiduría, no nutre tanto la comida más rica y elegante, sino la humilde que se degusta en santa paz. Nosotros, de niños sólo mirábamos nuestra escasez en Nochebuena y el Día de Reyes, porque no nos llegaban juguetes, sino cuadernos y lápices cuando éramos ya escolapios; o porque no nos festejaban nuestros cumpleaños. Pero en esos tiempos no era práctica común ese tipo de festejos, pues incluso a las quinceañeras se les comenzó a festejar por ese motivo cuando ya Apango contaba con secundaria.
Empero las salsas son antiquísimas y por ellas existen el molcaxin y el temoltzin desde hace miles de años, los que hoy muchos suplen por la licuadora, aunque la salsa resulta menos sabrosa.
Y, sin embargo en ese tiempo jamás sufrimos una úlcera gástrica, o lo que hoy se conoce simplemente como gastritis. Por eso podíamos saborear esas salsas a base de puro chile verde, cebolla picada, sal y acaso unas gotas de limón, y a darle duro con tortillas calientitas, recién salidas del comal que hasta por los oídos se nos escapaba el picor. Lo mismo sucedía cuando mi mamá asaba chiles verdes, les quitaba el pellejito, los hacía en rajas, añadía agua, sal y jugo de lima y en especie de ensalada comíamos con tanta ansiedad sólo con tortillas, eso sí, calientitas. En tiempo de lluvias en que se podía conseguir queso fresco, con una miniatura de ese queso por ser muy pobres, pues ya decíamos que comíamos aún más sabroso.
Y la salsa difícilmente dejará de consumirse, primero por costumbre, y en segundo lugar por pobreza y por su sabor y nutrición. En toda nuestra república se consume el chilmolli y ahora que se han multiplicado las taquerías, en muchos casos el atractivo son precisamente las salsas. Hay consumidores de tacos que van a determinados puestos e incluso restaurantes, sólo porque ahí preparan la mejor salsa, dicen. En casa hemos saboreado salsa de chile guajillo asado y molido con cacahuate con poquita sal; es sabrosa, nutritiva y digestiva. El huacamole con picante, su porción de sal y unas gotas de limón, así algo aguadita, la sopeábamos y quedábamos satisfechos.
De hace tres décadas hacia acá, cuando comenzamos a consumir aguacate michoacano, también nos bastaba añadirle chile verde picado, cebolla picada, una porción de sal y unas gotas de limón ha sido suficiente para degustar ese tipo de huacamole en tacos, que suele decir el pobre: ni me acuerdo si debo y ni sueño en caviar.
En Tlapa y pueblos circunvecinos se saborea un huaximolli más bien en caldo. Como quien dice, deja de ser mole, cuya palabra es molli. Muelen el guaje y jitomate, clavo de olor, cebolla y le añaden más pedacitos de jitomate. Es sabrosísimo, que a más de las tortillas, no exige más acompañante en el almuerzo, comida o cena. Es de primer orden la salsa, que hasta al tipo que arriba muy valientito a un lugar, suele decirse de él, que llegó muy salsa, pero le dieron una trompada y se aplacó.
Sobre el particular, hay quienes han mejorado sustancialmente su posición económica que desdeñan este tipo de recuerdos de la infancia. Muchos lo eluden diciendo, ni me la recuerdes. Otros más se afrentan de su pasado. Hay otros más que no les agrada ni el nombre del pueblo en que han nacido, como si tuvieran culpa en ello. Una vez un albañil de Zoto me dijo que él trabajaba en Lázaro Cárdenas, pero que cuando le preguntaban ¿de dónde eres originario? me dijo, yo les respondo que soy de Tixtla. ¿Por qué niegas el nombre de tu pueblo? Le pregunté. Me respondió que simplemente no le gusta el nombre, que Zotoltitlán se oye refeo.
 En cambio yo no me avergüenzo cuando me dicen que mis abuelos vistieron calzón de manta o que yo anduve descalzo. No, no es motivo de vergüenza. Motivo de vergüenza es robar, despojar o simplemente ansiar o arrebatar lo ajeno. Que me gustan los guajes, el yepaquelite, el atlahpantzin, el camote de cerro y la flor de calegual frita, de ninguna manera me avergüenzo. ¡Salud!

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