martes, 9 de julio de 2019

ARTÍCULO

Las pasiones
y los días
Apolinar Castrejón Marino
En la vida cotidiana, nadie puede sustraerse a sus sentimientos y pasiones, por más que sean vergonzosas. Todas nuestras acciones llevan implícito el sello del miedo, la ira, y la envidia.
Ni siquiera quienes tienen credenciales de héroes, que son ejemplo nacional a seguir. Tomaremos por ejemplo al ilustre maestro, Ignacio Manuel Altamirano, quien se distinguió como patriota, diplomático y escritor.
Se tienen datos fidedignos de que era indio de raza pura, que nació en la población de Tixtla en un pequeño rancho donde trabajaba su padre como peón, y su madre como criada. Por la bondad de su patrón, pudo asistir a la esc
uela, cuando ya tenía 12 años.
Debido a su pobreza, no tenía zapatos y asistía descalzo, y con su ropa muy humilde de manta. Y ahí sentía pena porque le costaba trabajo entender el idioma español, y sus compañeros eran hijos de hacendados, blancos y “de razón”.
Según la historia patria, su padre llegó a ser presidente municipal de Tixtla, y entonces aprovechó para disfrutar los privilegios que estaban reservados para los hijos de los ricos.
Así pudo irse a la ciudad de Toluca, a estudiar gracias a una beca que patrocinaba el político y literato Ignacio Ramírez, llamado “El Nigromante” (El que habla con los muertos). Y luego estudió derecho en el Colegio de San Juan de Letrán.
Participó en asociaciones académicas y literarias como el Conservatorio Dramático Mexicano, la Sociedad Nezahualcóyotl, la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, el Liceo Hidalgo y el Club Álvarez.
Muchos años después, cuando el maestro Altamirano era ya un consagrado académico, tenía por costumbre reunirse con sus amigos y alumnos a conversar. Y cierta noche, entró al lugar donde estaban un caballero, elegantemente vestido, con levita negra cruzada, pero con acusados rasgos indígenas.
Llevaba el sombrero de copa en una mano, y en la otra un bastón de caña de Indias, con puño de oro. Y preguntó:
¿No ha venido el señor Payno?
Y Altamirano le respondió:
“No ha llegado, pero puede usted esperarlo”.
El caballero, contestó:
“Muy bien”. E iba a sentarse en uno de los elegantes sillones, cuando Altamirano dirigiéndole una mirada terrible, le dijo:
“Vaya usted a esperarlo en el corredor, porque en estos sillones no se sientan los indios”.
El caballero, muy apenado, se salió sin decir palabra.
“¡Maestro! ¿Qué ha hecho usted?”. Exclamó Justo Sierra.
“Dejen explicarles. Era yo un niño muy pobre, descalzo, que hablaba el mexicano mejor que el español, y cuando mi padre me trajo a a la ciudad, se echó un huacal a la espalda, con tortillas y unos quesos, me tomó de la mano y salimos de Tixtla, rumbo a Toluca. Dormíamos a campo raso y bebíamos agua en los arroyos del campo”.
“Llegamos a Toluca rendidos, a las cuatro de una tarde nebulosa y fría. Para no perder tiempo, nos fuimos al Instituto y buscamos a don Francisco Modesto Olaguíbel, que era el rector, o a Don Ignacio Ramírez, que era el vicerrector. Ni uno ni otro estaban, y mi padre, llevándome de la mano, se encontró con este caballero que acaba de entrar y que estaba empleado en la secretaría”.
“No están –nos dijo con tono agrio– pero puedes esperarlos”.
“Mi padre, en el colmo de la fatiga, se sentó en una silla, y yo a sus pies, en la alfombra”. Cuando este caballero nos vio, miró con profundo desprecio a mi padre y le dijo:
“Vete con tu muchacho al corredor, porque aquí no se sientan los indios”.
“Hoy, no hago más que pagar con la misma moneda, al que duramente trató al autor de mis días…”

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