jueves, 2 de febrero de 2012

COLUMNA


La Jaula de Dios


Jesús Pintor Alegre


Sentado sobre una piedra y bajo la higuera más seca y lánguida de ese desierto, está un hombre apabullado, un hombre que se confiesa a sí mismo al mimos tiempo que se relame las heridas, la voz apenas se escucha y dice «soy un hombre perdido en la jungla de la desesperación, no tengo a donde ir, no tengo con quien recurrir, no tengo hilo salvador».
Perdido así, en su estado laico, pero con mesías de cartón, con más de 50 mil muertos a causa de una guerra sin sentido, con horror en las familias y sin valores, con políticos aviesos aturdidos con el poder, con gente insensible que de repente se descubre el ombligo del mundo.
El hombre ya no llora, pues sus muertos fueron inundados con sus lágrimas. Sin flores ni velas. ¿Dónde estuvo ese gobierno que se presume la solución de los problemas?, el hombre gimotea y entonces casi grita ¿en dónde estuvo mi gobierno cuando más lo necesitaba?
Estaba en las negociaciones, en la búsqueda de otro cargo, estaba en su lucha fragorosa, peleándose con sus hermanos, estaba allá, cobrando un favor, y entregando despensas, estaba sumido en sus ideas revolucionarias de la nada.
El hombre que llora, tenía una familia feliz, una casa modesta, un carro pequeño, un negocio familiar, buenos hijos, una esposa fiel, y buenos vecinos… cada tarde salía a platicar con ellos, se tomaba un café o un refresco, dependiendo de la temperatura ambiental.
Era un hombre que pagaba sus impuestos puntualmente, que ayudaba cuando se lo solicitaban… pero un mal día, alguien le pidió esto y esto otro, hasta devorarlo, no tuvo más dinero y empezaron las heridas: un hijo menos, dos, y hasta la esposa… ¿y el gobierno?, bueno, armándose su mundo de fantasía, e impulsando a sus delfines.
Gente aparte que se entretienen en buscar más espacios donde prometen resolver todo, se inventan encuestas, se arman historias a la luz de la mentira. No hay Dios ni diablo, hay sólo dolor y angustia, hay ausencia y abandono. El hombre sigue llorando, y le llega allá a lo lejos, la invitación para que vote, con cancioncitas ridículas y tonos patéticos.
Debe cumplir con su obligación ciudadana, dicen una y otra vez, voces que se mezclan con los chismes de los diputados que se enjuagan en sus angustiosos gritos por querer otra rebanada del pastel; secretarios de despacho, y subsecretarios que utilizan el dinero de los programas para sus rebaños. Pastores ominosos.
En el hombre ya no hay miedo, hay dolor y enfado, hay tristeza profunda por las mentiras galopantes, pues sabe que allá a lo lejos, en las colonias marginadas, o las comunidades bendecidas por Dios de la sierra, no tienen nada, e inclusive no saben qué habrán de comer hoy, y qué les depara el mañana.
No, no es verdad que el ciudadano ha dejado de creer en el político, es el político quien ha dejado de creer en sí mismo, de pronto se descubrió para su propia vergüenza, inservible, gobernando a la nada, y con los hilos del control, sueltos.
Este estado laico, donde se adoran a dioses de cartón, este estado donde la gratuidad de la educación, se entiende como el pago hasta sólo porque sí, con un sistema de salud con o sin influenzas, con un sistema policiaco que se engulle en sus naderías. Ese hombre sentado a un lado del higo, ha dejado de ser, y de estar.
Apabullado por sus fantasmas, parece que no hay más camino, pero Federico Nietzsche en su libro El anticristo dice como entre líneas, «¿qué es lo bueno? Todo lo que eleva en el hombre el sentimiento del poder, la voluntad del poder, el poder en sí», ¿qué es lo malo? Todo aquello cuyas raíces residen en la debilidad. Así de simple, así de claro.
Quien no entienda, que siga lamentándose

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