miércoles, 8 de febrero de 2023

𝗗𝗲 𝗶𝗱𝗲𝗻𝘁𝗶𝗱𝗮𝗱𝗲𝘀 𝘀𝘂𝗿𝗶𝗮𝗻𝗮𝘀 𝘆 𝘂𝘁𝗲𝗻𝘀𝗶𝗹𝗶𝗼𝘀 𝗱𝗲𝘀𝗲𝗰𝗵𝗮𝗯𝗹𝗲𝘀

Elino Villanueva González

Mi primera novia era de El Porvenir, por los rumbos de Cruz Grande, el verdadero corazón de la Costa Chica de Guerrero. Era un poquito más que trigueña, con todo el garbo y la energía de las costeñas, su cabello ligeramente puchunco, y el porte auténtico de las guerreras del sur. 
En aquellos tiempos andaba tan culeco que por puro amor a ella pensé que Héctor Cárdenas tenía que amenizar nuestro casamiento: “De San Marcos a Las Vigas, pasando por Caridad./ Detente, no le sigas, la boda va a comenzar./ La venta de cerveza, ya se empezó a realizar./ Ya deja la tristeza, que esto se empieza a alegrar./ Vente ya mi costeñita, vámonos a la carrera./ Mira, mira que los novios, vienen por la carretera…”
Así que la invitación de ciertos parientes para acompañarlos a la boda de los primos de unos amigos en Florencio Villarreal, el nombre oficial del municipio, me encandiló con la posibilidad de reencontrarme con el amor de mi vida, a ver qué había sido de ella. La verdad es que los esposos que nos invitaron lo hicieron no porque de veras quisieran que fuéramos, sino para que les diéramos raite en nuestra camioneta, todavía nueva, de agencia, mucho más elegante que la lata de albañil que ellos habían comprado hace poco en una yarda de segunda.
Saqué mi repertorio, como para ir calentando motores, y empecé con Álvaro Carrillo: “Yo que fui del amor ave de paso,/ yo que fui mariposa de mil flores,/ hoy siento la nostalgia de tus brazos,/ de aquellos tus ojazos,/ de aquellos tus amores./ Ni cadenas ni lágrimas me ataron,/ más hoy siento la calma y el sosiego./ Perdona mi tardanza, te lo ruego./ Perdona al andariego, que hoy te ofrece el corazón…” 
Nos fuimos tempranito porque los invitadores querían ayudar a los anfitriones en la organización de la fiesta. El novio había venido desde Estados Unidos para casarse con la chica, y ya juntos partirían de luna de miel hacia Chicago, una de las ciudades de la Unión Americana que más guerrerenses tiene, después de los Ángeles. Más de un millón y medio de paisanos que en el norte han encontrado la realización de sus sueños con los billetes verdes. 
En las salas de espera de las terminales de autobuses de cada pueblo se veía a los pasajeros madrugadores o trasnochados aguantar la espera. Las vendedoras de atole, muy nuestras, afanosas, morenitas, les vendían tamales y atole y café caliente en sus respectivos platos y vasos con tenedores y cucharitas desechables, en bolsas de plástico. ¿Cuántas vendedoras de nuestras delicias tradicionales como ellas habrá, en cuántas estaciones y mercados y plazas? ¿Cuánto unicel y plástico contaminante se echará todos los días, sin descanso, a los tiraderos públicos y clandestinos y de ahí a los ríos y al mar, a la Naturaleza?
Así como para que mi mujer y nuestros dos niños, con las dos niñas de la pareja a la que acompañábamos, no notaran mi afán por reencontrarme con mi morena hermosa de juventud, cambié el ritmo de la música y puse algo del Acapulco Tropical, infaltable, a volumen regular: “Ay, cangrejito playero,/ que camina en la arena./ Va buscando las nenas,/ que se van en la playa./ Con sus cuatro patitas,/ caminando ligero,/ con sus ojos parados,/ que parecen antenas…”
El ajetreo ya había comenzado para cuando llegamos a la comunidad. Una hamaca ancha y sonsacadora colgada de dos almendros frondosos me invitó a recostarme y descansar de la manejada, así como se acostumbra por estas tierras de Dios, donde todo y cualquier cosa es hijo de setecientos mil rollos de verdad, con los sobacos al aire y al lado una hielera repleta de caguamas bien muertas reposando en trozos de hielo de barra, pero se requería transportar hasta el salón del pueblo mesas y sillas y más muebles, y lo más importante: las ollas con los tamales y los mixiotes y el pozole verde y blanco y la barbacoa que se habían preparado para los quinientos invitados. 
A eso de las tres de la tarde, con el calorón sin una nube que lo contuviera, aquello estaba en su apogeo. Dos que tres chillidos eléctricos hirientes de los micrófonos y todo estuvo al tiro para cuando los novios llegaron desde el templo. 
Antes de que ellos rompieran la parranda, aguantando los empujones con “…a la víbora víbora de la mar, de la mar, por aquí pueden pasar, los de adelante corren mucho y los de atrás se quedarán…”, y que ella lanzara hacia atrás su ramo con la suerte y el augurio para la próxima luna de miel, Pepe Ramos ambientó la espera, muy a tono: “Yo nací en un bajareque/ sin doctores ni enfermeras,/ mi mamá me trajo al mundo/ con ayuda de parteras./ Y crecí cuidando cuches/ y pescando chacalín,/ con mi chicamaca vieja/ en el río de por aquí./ Negrito, chimeco y feo,/ casi chirundo me crie./ Pero tengo el alma blanca,/ como no la tiene aquel/ que nació en pañales limpios/ con otro color de piel…” 
Se sirvió la comida, que bien ayuda a identificar a los de buen diente y a los mesurados, mientras yo buscaba por entre las mesas tratando de identificar el rostro de mi morena de las cuatro décadas atrás. ¿Qué habría sido de ella? ¿Conseguiría uno menos feo, uno guapo, no como yo, o caería en las manos de un borracho o flojo, mantenido o pendenciero?
La pausa de los alimentos transcurrió con la música de los Donnys, que con sus canciones narran la cultura a la que se acredita el Guerrero bronco, el del sur indomable, el del dicho que campea por dondequiera: “A mí el que me la hace me la paga”, con "La mula bronca" como uno de sus mejores relatos: “Voy a cantar un corrido,/ me deben de dispensar./ Les diré lo que pasó/ en el pueblo de Juchitán:/ Mataron “La mula bronca”/ por no saberse tantear./ Ivan es su mero nombre,/ Quiterio su apelativo./ Le decían “La mula bronca”/ porque nunca había perdido./ Mucho combate que tuvo/ y siempre se había salido”. 
Pero así nomás de repente, como impulsados todos por un resorte, tan pronto los meseros terminaron de quitar los 486 platos y los 486 vasos y los 486 vasitos de unicel con restos de comida y bebida y pastel, y los 450 tenedores y las 450 cucharas y otras 450 cucharitas de plástico, más los cientos de servilletas manchadas con la evidencia de las delicias, y las metieron en las cincuenta bolsas negras grandes, también de plástico, previstas para el caso, junto con popotes y basura de la pachanga, y las acumularon allá en el rincón donde no estorbaran, a eso de las siete en punto, empezó el fandango.
Mujeres y niños y muchachos y chicas y hombres recibieron la primera descarga descomunal de electricidad que les alcanza a los costeños en fama de fiesta hasta para tres días después, en la tornaboda: “Josefina,/ puso un baile cuando ella vivía en la sierra,/ y yo ahora/ vengo a contarles la historia de las parejas./ Toditas tenían apodo,/ miren qué casualidad:/ la que bailaba con Polo/ le dicen patagambay,/ la que bailaba con Juan/ le dicen bocaecaimán,/ la que bailaba con Nacho/ le dicen cara de cacho,/ la que bailaba con Toño/ le dicen nariz de moño,/ la que iba con Fortunato/ le dicen cara de gato,/ la que andaba con Ramón/ le dicen caraecamión,/ la que andaba con Miguel/ le dicen bocaecarriel,/ la que andaba con Angulo/ le dicen caradecú…/ ¡Culebra cascabel!/ ¡Culebra cascabel!”
Niños con mamás, mujeres con niñas, hembras con hembras, novios con novias, ancianos con ancianas, todos al unísono y al mismo ritmo seguían el acordeón mágico de Aniceto Molina, mientras yo miraba para acá y para allá en espera de que apareciera la costeña de mis recuerdos. Había dado algunos recorridos discretos por entre las mesas y pelaba ojo hacia todos lados tratando de encontrar rastros de aquel rostro y aquella sonrisa hermosa, sin éxito alguno.
De pronto, una morena vivaz y jovial, de ojos grandes, negros, brillantes y coquetos, como de cincuenta años, se presentó ante la mesa y se dirigió a bocajarro a Mary: “Mijita —le dijo—. ¿Me prejtaj a tu marido pa’ bailar con él?” Mary alzó los hombros y me miró, como diciendo: “Pues, por mí, que baile”. Tantito que el niño es chillón, y otro poquito que lo pellizcan. En realidad, estaba esperando meterme a la pachanga, en busca de mi antiguo amor. No se parecía mucho a mi novia, pero pensé que era por el tiempo transcurrido. 
Como sea, en segundos ya estaba en la pista con la segunda ráfaga de ánimo: “En la placita de la vieja barriada,/ dicen que sale, que sale una brujita,/ y yo quisiera que me saliera a mí,/ y yo quisiera que me saliera a mí,/ para ver, para ver si iba a sufrir./ Qué sería de la pobre brujita,/ si llegara a caer en mis brazos./ Te aseguro que no asustaría ya a nadie,/ con lo que yo le tengo pensado./ La castigaría,/ ay sí, señor,/ con la guacharanga,/ con la guacharanga,/ la castigaría,/ yo le daría,/ con la guacharanga,/ su garrotera,/ la castigaría,/ a media noche,/ con la guacharanga,/ pa’que respete,/ la castigaría,/ su guacharangazo…” 
En esa primera ronda le tupimos duro a la bailada. Visto desde arriba, el mar de cuerpos y cabezas parecía de veras el océano Pacífico. Todos llevaban el mismo ritmo y el movimiento de las manos y de los cuerpos, siguiendo las canciones, como si fuera una serie de olas replicantes, esas trepidaciones de los temblores que nos traen chandos a cada rato aquí en el sur. Yo estaba entradísimo con mi morena cuyo sudor transparente escurría de verdad a chorros por su piel tostada. De la nada aparecían de mano en mano ampolletitas de Victoria o Coronitas que mujeres y hombres se empinaban de un solo sorbo. 
Era increíble el proceso para mantener frescos los cuerpos en medio de la cuerpos en medio de la temperatura ardiente y contagiosa, la del tiempo y el ambiente y la de los cuerpos, movidos al mismo compás: “Cotorrita corre que te coge el gavilán,/ cotorrita corre que te coge el gavilán,/ y como te coja ni plumas te quedarán,/ y como te coja ni plumas te quedarán…/ ¡Ay ni plumas… te quedarán!/ ¡Ay ni plumas… te quedarán!” 
Terminó la primera ronda, fui a mi mesa y caí desparramado en mi silla. Todavía ahora me pregunto cómo pude aguantar el ajetreo, pero sentí que aún llevaba energía como para demostrar que la gallardía de la morena me tenía sin cuidado. Mary se hizo la desentendida, como si nada pasara, no estaba enojada, pero ahora deduzco que intuía el desenlace. 
Apenas hubo tiempo para un respiro, algún acomodo, otra cervecita, pues de pronto empezó de nuevo el jaleo y ahí estaba mi morena, puntual, presta a emprender la segunda vuelta, y ya ni permiso pidió: me tendió la mano tan pronto empezó el guateque: “Yo soy como los vampiros/ que salgo al anochecer/ porque en la noche me inspiro/ y me llevo a una mujer/ Vampiro vampiro,/ vampi, vampi,/ piro, piro./ Vampiro vampiro,/ vampi, vampi./ Vampiro Vampiro, piro piro”. Así seguimos. 
El procedimiento siempre era igual, los movimientos de todas las parejas al unísono y las cervezas y el sudor, increíblemente todos en pie, bailando y sonrientes. Para la mitad de la segunda ronda yo ya de plano traía la lengua de fuera, francamente, sólo me sostenía el puro orgullo falso de mi aguante y mi chincual de encontrar a mi amor de hace cuarenta años.
Lo reconozco: si me hubiera casado con ella no habríamos sido felices, no le hubiera aguantado el ritmo, ni el suyo ni el de la vida, que para el caso son los mismos. Como quiera, resistí valiente toda la ronda, no me quedaba de otra. Absorto en mi intención de no quedar mal hasta se me olvidaron mis preocupaciones por la destrucción del Medio Ambiente con tanta carga diaria de unicel y plástico y más y más contaminantes hacia las barrancas, los arroyos, los ríos, los mares.
A punto de la asfixia, casi agonizando, otra vez aterricé en mi silla, exhausto, pero como pude fingía estar más fresco que una lechuga. Esperé el momento preciso antes de iniciar la tercera ronda y me dirigí con discreción al sanitario, al fondo del salón. Le rogué a Mary, con dificultades para respirar, casi en una imploración: “Le dices que fui al baño, que no me tardo…”
Desde ahí, encerrado a piedra y lodo, empecé a escuchar con claridad y nostalgia, a punto de soltar el llanto por mi amor de aquellos tiempos, y mi aplastante realidad de ahora, con todo y mis convicciones en favor de la conservación de la Naturaleza, el arranque colombiano y guerrerense, muy del sur, de la tercera ronda, en la voz de Aniceto Molina y su acordeón mágico: “Tengo una gorra de lona,/ y juego fútbol con ella,/ me emborracho y tiro puño,/ y la gorra no se me cae./ Me llevan al hospital,/ insulto a las enfermeras,/ me aviento de un quinto piso,/ y la gorra no se me cae./ La gorra no se me cae,/ la gorra no se me cae,/ la gorra no se me cae,/ la gorra no se me cae…”

#QuédateEnCasa🏡💙

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