Notas para comprender la muerte
Daniel Reyes
Segunda parte
Así pues, durante mis rondas visité las salas en busca de algún moribundo que estuviera dispuesto a hablar con los estudiantes de teología. Les pregunté a varios médicos si tenían algún paciente moribundo, pero reaccionaron disgustados. El médico que supervisaba las habitaciones donde se concentraba la mayor parte de los enfermos terminales no sólo me negó el permiso para hablar con ellos sino que me reprendió por “explotarlos”. En aquel tiempo pocos médicos reconocían siquiera que sus pacientes se estaban muriendo, de modo que lo que yo pedía era muy revolucionario. Probablemente debería haber sido más delicada y hábil.
Finalmente, un médico me señaló un anciano de su sector, que se estaba muriendo de enfisema; me dijo algo así como “Pruebe con ése, no le puede hacer daño”. Inmediatamente entré en la habitación y me acerqué a la cama del enfermo. Tenía insertados tubos para respirar y era evidente que estaba muy débil. Pero me pareció perfecto. Le pregunté si le molestaría que al día siguiente trajera a unos alumnos para que le hicieran preguntas sobre cómo se sentía en ese momento de su vida. Me pareció que comprendía mi misión. Pero me dijo que los trajera inmediatamente.
– No, los traeré mañana —le dije.
Segunda parte
Así pues, durante mis rondas visité las salas en busca de algún moribundo que estuviera dispuesto a hablar con los estudiantes de teología. Les pregunté a varios médicos si tenían algún paciente moribundo, pero reaccionaron disgustados. El médico que supervisaba las habitaciones donde se concentraba la mayor parte de los enfermos terminales no sólo me negó el permiso para hablar con ellos sino que me reprendió por “explotarlos”. En aquel tiempo pocos médicos reconocían siquiera que sus pacientes se estaban muriendo, de modo que lo que yo pedía era muy revolucionario. Probablemente debería haber sido más delicada y hábil.
Finalmente, un médico me señaló un anciano de su sector, que se estaba muriendo de enfisema; me dijo algo así como “Pruebe con ése, no le puede hacer daño”. Inmediatamente entré en la habitación y me acerqué a la cama del enfermo. Tenía insertados tubos para respirar y era evidente que estaba muy débil. Pero me pareció perfecto. Le pregunté si le molestaría que al día siguiente trajera a unos alumnos para que le hicieran preguntas sobre cómo se sentía en ese momento de su vida. Me pareció que comprendía mi misión. Pero me dijo que los trajera inmediatamente.
– No, los traeré mañana —le dije.
Mi primer error fue no hacerle caso. Quiso advertirme que le quedaba muy poco tiempo, pero no lo escuché. Al día siguiente llevé a los cuatro seminaristas a su habitación, pero se había debilitado muchísimo más, de modo que apenas pudo pronunciar una o dos palabras. Pero me reconoció y agradeció nuestra presencia apretándome la mano con la suya. Una lágrima le corrió por la mejilla.
– Gracias por intentarlo —le susurré.
Estuvimos acompañándolo un rato y después llevé a los estudiantes de vuelta a mi despacho, donde al cabo de un momento recibí el mensaje de que el anciano acababa de morir.
Me sentí fatal por haber antepuesto las exigencias de mi horario a la petición del paciente. Ese anciano había muerto sin poder decirle a otro ser humano lo que tanto había deseado decir. Más adelante yo encontraría a otro enfermo dispuesto a hablar con mis seminaristas. Pero esa prim
– Gracias por intentarlo —le susurré.
Estuvimos acompañándolo un rato y después llevé a los estudiantes de vuelta a mi despacho, donde al cabo de un momento recibí el mensaje de que el anciano acababa de morir.
Me sentí fatal por haber antepuesto las exigencias de mi horario a la petición del paciente. Ese anciano había muerto sin poder decirle a otro ser humano lo que tanto había deseado decir. Más adelante yo encontraría a otro enfermo dispuesto a hablar con mis seminaristas. Pero esa prim