martes, 22 de noviembre de 2011

COLUMNA

La Jaula de Dios


Jesús Pintor Alegre

A 101 años de esta Revolución que el domingo se festejó con una lánguida marcha escolar y de soldados encimados en su propio orgullo, y que para coronar, se agasaja con un asueto vergonzoso con este puente que se atraviesa, urge hacer un inventario de los logros y sinsabores… ¿de dónde arranca el ánimo patriota?, el punto de partida es ignominioso, y lleno de irregularidades.
En la lista de los dolores, podremos decir que el sistema gobiernista ha agotado todo sueño por sentirnos orgullosos, no se puede abrevar de un lodazal, salvo en los espacios reducidos de la dignidad que brotan como que a ratos, y que al momento de ser descubiertos, han sido pisoteados infinitamente.
Nuestros fantasmas existenciales son los que se regodean en este campo de la nadería feroz, el 20 de noviembre de nuestras alegrías, minifaldas y deportistas del ensueño, que se mezclan con la disciplina castrense que nos dice todo y nada, erguidos al extremo, en un arte del espanto y el amago, con destino al pueblo.
De acuerdo a los registros de esos que nos cuelan la sensatez y filtran los disparates, el ex presidente de la República, Carlos Salinas de Gortari, acabó con el discurso político de la revolución, para convertirla en su alma mater de la santidad persignada, en ese extremo donde los golpes de pecho se dan reproduciéndose en sus propias dimensiones una y otra vez.
Los gobiernos posrevolucionarios han detectado lo redituable que ha sido la revolución, y se sigue reinventando el gusto patriota con esa particularidad de los negocios que dejan, y lo visten de muchas maneras, con pelotas que se meten entre tres palos al grito de gol, o los bailes baratos de televisoras, talk shows ingratos.
Patria inerme y llena de ambigüedades, patria con el tejido social deshecho, con una constitución que se arregla, se enmienda, se rectifica o se interpreta a las maneras que convienen, desde su propia fecha de invención o recreación, en 1917, como sea que se entienda en esos espacios íntimos.
La pregunta que se eructa como asaltando ese regocijo revolucionario en su revolución revolucionada, es simple: ¿por qué, si tenemos el mejor himno del mundo, la mejor constitución, los mejores idealistas, los mejores artistas y hasta los mejores genios que nadie apoya y prefieren huir a otros países, seguimos hundidos en el tercer mundo?
Por qué, si hay alguien que pueda explicarlo, ¿no tenemos el nivel de Japón o China que empezaron después de México a abrirse al mundo?, orgullo lépero y ladino, revolución entonces, de las tripas y del hambre, que se consume a sí mismo, revolución sangrienta, revolución de la apatía, de esos que siguen dormidos y creyendo que el gobierno va a resolverles sus problemas.
Allí está la lucha revolucionaria, apaciguada por los sueños de grandeza. Nada es tan preciso ni tan precioso que el gusto de obtener algo con esfuerzo propio, dicen los eslóganes baratos y que asoman en las televisoras comerciales en ese doble juego moral.
A 94 años de la Constitución más remendada del mundo, a conveniencia de cada gobierno, se sujeta de este festejo que obnubila y se encuadra en cada centímetro cúbico de este territorio que apesta a colonia gringa, o a satélite del poder, rémora triste que se estaciona en la farándula política, con las ansias de que en derredor de los candidatos, gire el mundo.
Allí el priista Enrique Peña Nieto, que trae su costal de una verdad absoluta de la que ni siquiera él mismo confía; o Andrés Manuel López Obrador, versión amarilla del amoroso Jaime Sabines, que nos habla de su tía Chofi, encarnada en la omnipotente bestia que se ha colgado la etiqueta de dueña sempiterna del SNTE.
Son 101 años de esta revolución atorada en los sueños del a ver qué pasa, del plan sin plan, del proyecto de a mentiritas, y del desarrollo encajado en la administración de la pobreza nacional como negocio que se ha descubierto que es.
El inventario de esta revolución, está allí, tras el mamotreto que se dice gobierno, institución que simula y que está a un punto de ganar un Óscar de la academia joligundese, por su actuación de grandes niveles y de altos grados de dificultad. Luego entonces, el ingreso a la escena de un pueblo al que no le ha salpicado el beneficio revolucionario.
Un pueblo mojado con la lluvia patriota telenovelera y patea bolas, patéticas academias y voces de México que entonan canciones con tanta profundidad social, como el primer centímetro superficial del mar. Revolución pues, y que marchen las escuelas al ritmo del tambor y las trompetas, en un enésimo puente que lastima y acalambra.

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