lunes, 22 de junio de 2015

ARTICULO

Del ayer: Los Vega 

Edilberto Nava García
Aquí, ahorita llovizna suavemente. Antenoche sí que llovió fuerte, con viento. La azotea estaba bien barrida, pero con las hojas desprendidas del huamúchil, se taparon las coladeras y por la mañana de ayer, cuando subí a ver los pollos, estaba todo hecho batidillo. Hube de bajar para ponerme la ropa que uso para estos menesteres para limpiar todo aquello, pues así, no podía alimentarlos. 

Anoche volvió a llover pero sin viento; llovizna gruesa sí, pero suave, sin prisa, como si en este rumbo estuviese la mirada y el interés de Dios.
Hace rato comí frijoles hervidos, o como se acostumbra decir, frijoles apozonques. Pozonia es el verbo hervir en la lengua madre. Apozonqui debiera ser, pues significa frijol hervido en agua, por lo de la a antepuesta al verbo; la gente le añade la ese como adaptación al castellano o español. Acompañé esos frijoles hervidos con puntas de guaje, una fracción de queso y otra de aguacate. Mi hija Carmen y su mamá, atrapadas por una animada película española, iniciaron con su comida cuando yo estaba por levantarme.
La madre se apresuró a freír unos huevos y aún me ofrecieron. Son  huevos llamados de rancho, que ponen las gallinas en la azotea; nosotros en los últimos siete u ocho años no compramos huevo de granja tan cargados de hormonas; nos basta con lo que se produce en casa.
Me acordé de mi infancia, ya lejana por cierto, pero debo asombrarme de mi capacidad retentiva, porque recuerdo de hechos de cuando tenía escasos cuatro o cinco años de edad; quizá menos. El olor de los huevos batidos y hechos torta, me recordó de cuando Jacinto Vega, que en paz descanse, me compartía el almuerzo que le llevaba doña Pachi Juárez al molino para nixtamal, en esa esquina que forman las calles de Ignacio López Rayón y Vicente Guerrero.
La casa,  de adobe, era propiedad de ellos. En ese entonces  ya una ligera mayoría de las casas del pueblo eran de muros o paredes de ese material, con techo de palma y otras de teja. Los del molino, don Teófilo y sus hijos procedían de la vecina ciudad de Tixtla y tenían  amistad con mi papá. 
Conocí a don Teófilo Vega; él había puesto ese molino para nixtamal, del que ahora sé, garantizaba un ingreso económico para su familia.  De motor a petróleo y en el pueblo sólo dos molinos funcionaban. Apango carecía de energía eléctrica. El otro era propiedad de don Vicente Moyao, que se había avecindado, procedente de Chilapa.
La tarea de ambos molineros comenzaba a las cinco de la mañana y a veces a las ocho aún había mujeres haciendo fila ansiando les maquilaran su nixtamal. Casi todas las calles del pueblo tenían empedrado y la que quién sabe desde cuándo llamamos Calle Real, era la que tenía el empedrado más disparejo, debido seguramente a que en tiempo de  lluvias  entraban por esa calle algunos camiones de carga, como los que hicieron llegar los tubos de cemento para conducir el agua, nomás del manantial “Almolonga” al Tepeguaje, en Zotoltitlán.
Era muy niño y por esos tiempos comenzó a disminuir el cotón y el calzón de manta en la vestimenta de los infantes. Recuerdo que Jacinto gustaba mucho de abrazarme y cuando ya estaba por concluir la molienda, a eso de las ocho u ocho y media, me sentaba en la fría báscula metálica. 
En dicha báscula pesaba la masa  de su clientela. Los recipientes en que llevaban el nixtmal eran cubetas  de lámina galvanizada, pues el plástico era escaso en esos tiempos. En casa me dijeron después, que a los tres años, cuando iba yo a visitar a Jacinto en el molino, andaba yo sin  calzones, chichalete o para que haga sonreir a quienes aún comprenden el náhuatl, iba yo tzintetepol. 
En las niñas y jovencitas no se veía el brasier o sostén, sino los corpiños y  la mayoría de los niños no conocíamos el calzado,  salvo los huaraches,  pues la mayoría andábamos descalzos; ni los desodorantes; vaya, ni pasta dental y cepillos de dientes. Y aunque no lo crean, vi muchas veces a mi abuelo materno, que al igual que otr5os, para limpiar la dentadura masticaba chapopote. Los suéteres y los talcos llegaron por los sesentas.
No recuerdo que las mujeres usaran suéter para protegerse del frío, pero si a los hombres con su gabán de lana. Para los niños también había gabanes y los vendían previo a las temporadas, don Adelaido Gutiérrez, de Chilapa, o don Pedro Astudillo, el llamado Pedro el abonero, de Tixtla quienes en este pueblo hicieron la mayor parte de sus fortunas. Hubo otros, sí, pero de menor jerarquía comercial.
Los Vega que atendían el molino eran, Eduardo, Jacinto y Ramos, pero mucho anduvo con ellos uno de sus parientes, creo que era primo en primer grado: Beto Vega, más conocido como Beto el Chamuco. Cuando se echaban sus mezcales entre pecho y espalda, eran muy tranquilos y escuchaban en silencio las regañadas que les daba don Téofilo. 
Al profesor Silvestre Vega lo conocí cuando junto con otros paisanos nos trasladamos a  pie hacia Tixtla para estudiar la secundaria. Él daba clases de música en la escuela prevocacional,  Balltasar R. Leyva Mancilla; no lo tratamos porque a los pobres y jodidos no nos quedaba más que ingresar a la escuela secundaria particular incorporada, Juan Álvarez, donde el director era el profesor Manuel Alcaraz Sandoval, que años antes había laborado en Apango y se habían conocido con mi papá. 
No puse cuidado, como se dice en Apango, de cuando dejó de acudir por sus modestos intereses don Teófilo Vega. Pero cuando se dio el enfrentamiento en Tepatulco con los ejidatarios de Zototltlán cuyos golpeados y herido sacó a media noche el presidente municipal, don Leodegario Sebastián, al que desconocieron ipso facto, y quien lo sucedió en el cargo, fue precisamente Eduardo Vega, hijo de don Teófilo. Sin embargo, al inicio del movimiento contra el gobernador Raúl Caballero Aburto, algo sucedió, porque de buenas a primeras desapareció Lalo Vega y se nombró  a otro en la presidencia municipal.
Poco después se fueron Jacinto y el Chamuco. Ramos, creo que era el más joven, aquí se casó con una muchacha bien bonita. Se llamaba Aurelia Torres Miranda. Era güera, hija de don Eufrasio Torres y  doña Francisca Miranda, güeros también. Ramos sentó cabeza en la esquina que señalo y cuando enviudó, también tomó los andares hacia el puerto de Acapulco. Y por hoy aquí  suspendo, porque al revisar miré varios nahuatlismos en el texto, sin embargo, tengo proclividad por hacerlo quizá para que llamen la atención o por ego, como si pretendiera presumir el escasísimo náhuatl que va conmigo.

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