jueves, 25 de enero de 2018

ARTÍCULO

Maestro de las Américas
Apolinar Castrejón Marino
Don Justo Sierra fue un escritor, educador, y político que realizó grandes beneficios a México, desde los cargos que ocupó. Pero tenemos que describir la palabra beneficios, porque en la actualidad parece significar cosas muy ambiguas.
De acuerdo a su gran sueño moral de apoyar a la familia indígena, estableció los jardines de niños para apoyar a las madres que trabajaban, o que no tenían esposo. Para los niños pobres, huérfanos, y de la calle, creó casas donde se les diera comida y vestimenta, y también que aprendieran un oficio, y aprendieran a leer y escribir.
Estableció el primer programa de desayunos escolares, y un sistema de becas para los alumnos pobres. Una de sus frases célebres es: “México es un pueblo con hambre y sed, pero el hambre y la sed que tiene, no es de pan; México tiene hambre y sed de justicia” ¿Dónde hemos oído esto?
En 1871 se graduó como abogado, y con esta profesión fue varias veces diputado al Congreso de la Unión, desde donde presentó importantes iniciativas. Como estaba convencido
de que “La educación genera las mejores condiciones de justicia. Educar evita la necesidad de castigar”. Se dedicó a impulsar una educación integral de la siguiente manera:
Dos niveles de educación: primaria elemental, donde se trabajaban conocimientos básicos como lectura, escritura, historia, y geografía. Se complementaba con conocimientos morales, teóricos y prácticos.
A los 14 años de edad los niños ingresaban a la primaria superior (educación secundaria), donde se trabajaba con materias específicas acerca de la vida, de la materia y del universo.
El pensamiento educativo de Justo Sierra era que el método educativo debería consistir en enseñar a pensar no a memorizar. En la actualidad ¿Tenemos tantas “reformas”, solo para implementar esta idea?
El siguiente nivel era la escuela preparatoria, que constaba de dos años, durante los cuales, se impartía química, física, y geografía. Además, los alumnos aprendían oficios como carpintería, herrería y sastrería. Y se apoyaba a quienes quisieran emplearse como cartero, secretario y comerciante.
Estaba positivamente convencido de que a través de la educación se desarrolla la libertad y el progreso para el país, y por ello, firmó un acuerdo con las empresas, para que se comprometieran a dar capacitación y educación a sus trabajadores.
Fundó la Secretaría de Instrucción Pública y fue el primero en ocupar la titularidad. Desde ahí, propugnó porque la educación primaria fuese gratuita, nacional, integral, y laica. Creó la normal superior de México para que los maestros se especializaran en física, química, geografía, etc.
También propuso la creación de la Universidad Nacional para estudiar las carreras de Medicina, Jurisprudencia, Ingeniería, Bellas artes, Arqueología y Música. Y creó un sistema de universidades en los estados, para que estudiaran los jóvenes sin dejar su terruño.
Don Justo Sierra nació el 26 de enero de 1848, en Campeche, cuando esa entidad aún formaba parte del estado de Yucatán. Su padre fue Don Justo Sierra O’Reilly, y cuando murió en 1861 se trasladó a la ciudad de mexica, donde realizó brillantes estudios.
Cultivó una gran amistad con Ignacio Manuel Altamirano, quien lo presentó con Manuel Acuña, Guillermo Prieto y Luis G. Urbina, quienes posteriormente serían grandes poetas e intelectuales.
Otros connotados personajes con los que se relacionó, fueron Manuel Payno y Vicente Riva Palacio.
1868 publicó sus primeros ensayos literarios la revista “El Monitor Republicano” y también escribió una columna llamada “Conversaciones del Domingo”, que eran artículos de actualidad y cuentos. Luego publicó en la revista “El Renacimiento” su obra El ángel del porvenir.
Escribió también en “El Domingo”, en “El Siglo XIX”, “La Tribuna”, en “La Libertad”, de la que fue su director y en “El Federalista”. Asimismo, publicó en “El Mundo” su libro “En Tierra Yankee”. Abordó además el género dramático en su obra “Piedad”.
En 1892, expuso su teoría política sobre la “dictadura ilustrada”, que consistía en un Estado que habría de progresar por medio de la sistematización científica de la administración pública.
Al triunfo de la revolución, don Francisco I. Madero lo nombró Ministro Plenipotenciario de México en España. Murió poco después en Madrid, el 13 de septiembre de 1912. Su cadáver fue traído a México en el trasatlántico España, habiendo sido homenajeado en todo el trayecto y sepultado finalmente con los más grandes honores públicos de su tiempo.

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