martes, 14 de noviembre de 2017

ARTÍCULO

Los estudiantes y sus libros
Apolinar Castrejón Marino
Quienes estudiaron una carrera profesional o universitaria hace 50 años, tenían que acudir a las librerías a adquirir sus materiales de lectura; les llamamos bibliografía.
Cuando no encontraban librerías en su localidad, como en la ciudad de Chilpancingo, que solo contaba con 2 “librerías”, que en realidad eran negocios dedicados a la venta de libros de texto de diferentes escuelas.
Tenían que ir a la Ciudad de México, y con este hecho, adquirían la experiencia de que determinados libros se encontraban en determinadas librerías. Porque como es lógico, cada una se especializa en determinados asuntos.
Entonces, seguramente conocieron las librerías Porrúa, librerías de Cristal, Ghandy, El Péndulo, librerías del Sótano, la librería de Francisco Rico en la plaza de Santo Domingo,
y la de Alejandro Valdés en el Monte de Piedad.
Cuando no había los libros en estas negociaciones establecidas, el estudiante acudía al Parián o al “Chopo”; a “La Lagunilla”, y hasta las librerías “de viejo”, donde se comercializaban libros usados.
Algunas, ni siquiera podían llamarse librerías, pues solo eran tiendas polifacéticas, donde la gente vendía o dejaba “empeñados”, muebles, ropa, y cualquier cosa que tuviera algún valor.
Los estudiantes estaban en libertad de conseguir sus libros como pudieran, pero debían tener en sus manos las obras de los autores requeridos en su plan de estudios. Porque debían compenetrarse con el pensamiento de cada autor, y su manera peculiar de expresar su sabiduría.
Algunos estudiantes de escasos recursos económicos, iban a la biblioteca pública o a las bibliotecas escolares, con la esperanza de que ahí tuvieran los libros que les exigían. O preguntaban en la familia o con amistades, si alguno los tenía, o había utilizado.
Pero cada esfuerzo y gasto realizado, hacían más amplio y más firme el criterio del estudiante. Valoraba mucho los libros, los aprovechaba, y los cuidaba.
Pero, poco a poco en los estados de la república, la manera de conseguir los libros se fue pervirtiendo: los estudiantes acudían a librerías, y hacían pedidos y encargos de manera individual o para todo un grupo, y era frecuente que los mismos maestros, hacían el encargo para sus grupos.
Obviamente se ponían de acuerdo con los libreros, para los libros que iban a comprar, y luego se repartían las ganancias.
Pero ahora es peor. Sucede que los estudiantes reciben sus “antologías” en la mano, en su salón, mediante módica cuota, que obviamente también proporciona pingües ganancias a los “docentes”, lángaros y “muertos de hambre”.
De este modo, los estudiantes más aventajados, los que obtienen las mejores calificaciones, los que presumen de sabiduría, en realidad, sólo tienen “conocimientos” parciales e imprecisos de los autores y sus obras, y así resultan profesionistas sectarios, y tendenciosos. 
Todo es culpa de las autoridades del ramo, pues no cumplen con su obligación de revisar que los “contenidos educativos”, se correspondan con los libros que los soporten. Pero también los alumnos, que se han convertido en “borregos” sin criterio, comodinos y superficiales.
La situación no puede ser más clara y simple. Los estudiantes de filosofía deberían empezar por conocer el pensamiento de Sócrates, Platón y Aristóteles. Y sus obras, Los Diálogos, La Política, La Metafísica.
Los estudiantes de literatura deben empezar sus lecturas con La Ilíada y la Odisea, los libros sagrados, el Paraíso Perdido. Los estudiantes de sociología, deben iniciar su formación, con las lecturas de Augusto Comte y su Física Social.
Los estudiantes de derecho, obviamente las constituciones políticas de México, las leyes y códigos; los estudiantes de historia, los libros de las diferentes culturas, antiguas y actuales; los normalistas, los libros de todos los educadores, y los estudios científicos que sustentan cómo aprendemos en la edad escolar.
Porque es realmente lamentable escuchar a un “licenciado” que no conozca “El Príncipe” de Nicolo Maquiavelo, o un docente que no haya leído “El Emilio” de Rousseau, o un “historiador” que no haya leído las obras de Francisco Bulnes.

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