martes, 8 de diciembre de 2015

COLUMNA

Ejecución de Morelos 

Apolinar Castrejón Marino
Las historias suelen ser retorcidas, y obedecer a ciertos intereses; cada quien cuenta la historia que le conviene. Y la historia “patria” u “oficial” es una sarta de engaños, según opinión del escritor mexicano Francisco Martín Moreno, autor del libro “México Engañado”.
Específicamente critica los libros de texto de educación primaria, y resalta ¿Por qué solo se enseña historia de México en el cuarto y quinto grados? Advierte que los escasos conocimientos que reciben los niños, son insuficientes para
que sepan que son mexicanos, y que se enorgullezcan de nuestras raíces.

Debido a ello, hoy trataremos del pasaje más ignominioso y triste de la historia de México; la humillación y asesinato de José María Morelos, el gran caudillo de la guerra de independencia.
Hace 200 años, el 22 de diciembre de 1815 José María Morelos y Pavón, fue fusilado en San Cristóbal Ecatepec. Al amanecer de ese día viernes, en su celda hizo sus oraciones y luego desayunó pan con café, enseguida fue encadenado de manos y pies, y lo subieron a una carroza que lo llevaría a donde sería la ejecución.
Al pasar por la Basílica de Guadalupe intentó hincarse, pero los soldados se lo impidieron. Llegaron a Ecatepec a la una de la tarde donde lo aguardaba el sacerdote Miguel Salazar, quien había sido comisionado para asistirlo en sus últimos momentos. Los soldados se colocaron rodeando la casucha en donde se permitió descansar a Morelos.
Se dieron tiempo para comer y hasta conversaron un poco. El cura insurgente se  confesó el sacerdote Miguel Salazar y rezó el Salmo 51. Se escuchaba el lúgubre redoblar de los tambores, cuando Morelos fue llevado frente al paredón. Le vendaron los ojos, y tomó su crucifijo a quien le habló en estos términos: “Señor, si he obrado bien, tú lo sabes, pero si he obrado mal, yo me acojo a tu infinita misericordia”. 
Enseguida se arrodilló, y se escucharon las voces de los comandantes ordenando al pelotón: ¡Preparen!, ¡Apunten! y a la voz  de “¡Fuego!” sonaron dos descargas. Uno se imagina que así terminó el hombre valiente de carácter firme, y don de mando, visionario político, y aguerrido y astuto militar. 
Pero no, no solo lo mataron. Antes lo humillaron, lo degradaron, e hicieron creer a la gente que había sido un traidor a la patria, al rey, y a Dios, y provocar muertes y destrozos. 
Fue sorprendido y apresado en Tezmalaca, Puebla, el 7 de noviembre, y trasladado a Cuernavaca, donde estuvo preso el sábado 11 y domingo 12. Lo llevaron a la Ciudad de México el lunes 13, donde pasó diez días de acoso psicológico, amenazas, acusaciones de blasfemias, y tortura. Ya sabemos que no había peor enemigo que la inquisición, y la alta jerarquía de Roma.
La vileza de los inquisidores se mostró el lunes 27 de noviembre, con la “degradación pública”, cuando procedieron a despojarlo de su calidad de sacerdote. El Inquisidor General, Antonio Bergoza, con un cuchillo mal afilado, le raspó la piel de la cabeza y las palmas de las manos para quitarle la unción de impartir sacramentos. 
Estaba vestido con una sotana amarilla de menor talla  que le quedaba a las rodillas. La narración del historiador conservador Lucas Alamán dice que Morelos derramó lágrimas al momento de ser degradado, pero José María Bustamante, historiador insurgente, desmiente esto, pues afirma que quien lloró fue Bergoza, porque sentía admiración por  Morelos.
El escritor y dramaturgo Vicente Leñero, nos presenta su versión del caudillo forjador de la nación mexicana, que acabó como un perdedor, deprimido y arrepentido. Nos deja una interpretación de que el Siervo de la Nación y héroe de la Independencia en sus últimos momentos, espantado ante la muerte, se le doblaron las rodillas ante sus enemigos, y les pidió perdón. 
Por su parte, el historiador Carlos Herrejón Peredo, publicó casi en secreto un trabajo de género rigurosamente histórico llamado “Los Procesos de Morelos”, en que rescata al héroe gallardo que no se arrepintió de haber participado en la elaboración de la Constitución de Apatzingán, se sintió orgulloso de haber contribuido a forjar el alma jurídica de la nación mexicana. 

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