sábado, 18 de marzo de 2023

𝗗𝗲 𝗮𝘁𝗼𝗹𝗲𝘀 𝘆 𝗺𝗲𝗻𝗲𝗮𝗱𝗶𝘁𝗼𝘀


Elino Villanueva González

“¡Papi, llamaron de la Procuraduría! —identifiqué el terror en la voz infantil de mi hijo menor, todavía pequeñito, en un país en el que la Justicia sólo existe en favor de los que tienen poder y dinero para ordenarla o pagarla, y en el que las culpabilidades se construyen muchas veces dependiendo de cuántas personas lo digan y con cuánta fuerza, aun sin argumentos, prejuiciosas—. Un señor dijo que es urgente que vaya para atender su caso...” “Tranquilo, hijo. No te asustes, ahorita lo veo. ¿Qué más dijo?” “Que lo espera en diez minutos. Que no se tarde. Que le conviene…” 
Le llamé al abogado, mi amigo, el hermano que me vio llorar de impotencia ante el tamaño de la crueldad de las acusaciones en mi contra. Me preocuparon sobre todo dos cosas: La expresión “le conviene” y el carácter urgente de la llamada, pues en cuanto a “su caso” estoy acostumbrado a los señalamientos, las discriminaciones y los linchamientos. 
Me dejaría de llamar como me llamo si mi nombre no estuviera ligado a las acusaciones más descabelladas y a los calificativos más escalofriantes en todos los ámbitos de mi vida: hasta hoy no me repongo todavía de que mi institución, mi propia casa de trabajo, con el respaldo de varios de los que se decían mis mejores amigos, que me llamaban “hermano”, mis colegas, me hubiera denunciado penalmente y enviado a la cárcel como el más sanguinario de los delincuentes bajo el cargo absurdo de que mis títulos eran falsos, cuando los obtuve con todos los honores, a mucho orgullo.
Tantos años luchando por construirme una imagen decente para recibir trato de monstruo y defraudador. 
El abogado andaba en una audiencia, pero igual se puso alerta y prometió estar conmigo a la brevedad.
Llegué a la cita. La recepcionista tenía mi nombre y el recado: “Dice el licenciado fulano (a estas alturas no importa su identidad, las acusaciones más dolorosas y deleznables son aquellas que se escudan en un nombre falso o las que aprovechan la anonimidad colectiva, el rostro sin identidad del grupo a cargo del linchamiento) que no se vaya a retirar, que no tarda, que lo espere”.
¿Había alguna otra opción? 
Efectivamente, no tardó. No sabía que era él, ni él que era yo, se lo dijo la dependiente. Me volteó a ver: “¿Profesor Villanueva? Deme unos minutos, ahorita lo paso...” Y se metió, desapareció en el pasillo. 
Cuando volvió para autorizar mi entrada, el abogado ya había llegado. “Va a pasar el maestro”, le dijo al vigilante encargado de la tranca. Mi amigo se levantó y se encaminó junto conmigo, lo que abrió la duda del policía y del propio agente del Ministerio Público. 
“Me va a acompañar mi abogado”, dije yo, antes de cualquier pregunta. Y en la respuesta del funcionario terminé de entender toda la situación, su verdadero propósito: “No, profesor. Yo quiero hablar sólo con Usted”.
Los instantes del silencio abierto fueron suficientes para reflexionar en cuánto nos falta para tener de veras un México justo, igualitario, desde el Gobierno, pero también desde nosotros, los ciudadanos, los de abajo, que gozamos con atacarnos entre nosotros, destruirnos, y hasta lo disfrutamos, nos divertimos con el dolor ajeno, mientras los verdaderos dueños del mundo, los socios de los grandes consorcios depredadores de la Naturaleza y del planeta, descansan en sus islas privadas, con los mayores lujos y privilegios.
“Él no puede pasar solo. Tengo que acompañarlo”, expresó mi amigo y abogado, con seguridad, ya se había anotado e identificado en la recepción.
Queriendo o no, el representante social, ese que cobraba su sueldo de nuestros impuestos, accedió, de evidente mala gana. Yo sospeché que había perdido la posibilidad del sablazo. Qué difícil no pensar en ese tipo de triquiñuelas en nuestras áreas de investigación y procuración de Justicia. 
La conversación en el remedo de despacho ministerial fue deprimente, empezando por las tres sillas que ocupamos, todas diferentes, una de ellas coja de una pata, y la mía con el respaldo descosido, destripado a medias. 
El tipo no perdió la altanería, siempre dirigiéndose a mí, y no al abogado: “Su caso es grave, maestro. Perjudicó el patrimonio de la nación”. Cosas así, con la intención clara de ablandarme. 
Hoy confieso que si algo me lastima es que se me acuse de actos que no he cometido, idealista como soy, que creo en una sociedad justa, respetuosa. 
El abogado lo paró en seco: “Licenciado —le dijo—, ¿ya leyó y revisó el expediente?”
El otro se quiso salir por la tangente, estaba claro que únicamente vio mi nombre, mis datos, y el título de la averiguación: “El señor falsificó sus documentos, está demostrado, y con ellos cometió fraude, es un delito grave”.
“Dígamelo por escrito, o haga la consignación al Juzgado. Resuelva, si está tan seguro”, añadió mi amigo.
“Vamos a tener que hacerlo...”
“Pues hágalo, lo espero”.
Cuando el individuo se sintió acorralado y en los hechos descubierto en su intención real, indicó que volvería a llamar para notificar algún avance del expediente. Nunca más lo volví a ver y quién sabe si siga trabajando ahí. 
Al final de cuentas, hoy se cumplen seis años de que recibí mi auto de no ejercicio de la acción penal, prueba indudable de mi inocencia, a eso me obligaron quienes me odian, aunque el golpe de ese enésimo linchamiento tiene evidencias en mi fisonomía: fácilmente me quitaron entre diez y quince años de mi vida. 
Recordando esos momentos tristes, frente a los inmensamente felices que marcan mi existencia, siempre les he dicho a mis hijos y a mis alumnos que la vida es una eterna sucesión de retos, de pruebas que nos pone Dios, y que mientras más grandes e injustos parezcan, más placentera será la satisfacción de haberlos superado.
En recuerdo de los momentos bellos como el del 13 de marzo de 2017, quise desearles hoy a todos una feliz y productiva semana, con un atole blanco en su respectiva jícara de cirián, como debe ser, que el ánimo no decaiga. 
Supongo que así como las cosas tristes y también las bonitas de la vida, muchos todavía no olvidan el secreto del meneadito para irlo enfriando y paladear su sabor. Sí, pues.
 #𝗤𝘂é𝗱𝗮𝘁𝗲𝗘𝗻𝗖𝗮𝘀𝗮. 🏡 💙

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