jueves, 10 de noviembre de 2011

COLUMNAS

Reflexiones de ayer, de
hoy y… sobre las campañas


Miguel Ángel Mercado Durán*/IV/IV

En la narrativa electoral, el principal protagonista es el elector. No son los sujetos manipulables que la arrogancia de la clase política y de los medios de comunicación creen. Los electores son los protagonistas de una contienda. Finalmente, son los electores quienes deciden el resultado de una elección.
Los electores tienen claro qué quieren y qué esperan de aquellos que se postulan para un cargo público. También saben qué temas son los que más les preocupan y les afectan en su vida diaria. Las encuestas y los estudios de opinión así lo demuestran. El problema está en la maniquea y perversa relación que hay entre la opinión pública (los medios) y los políticos.
Los medios creen saber qué es lo que les interesa y qué les preocupa a los electores, y no se apartan –como actores de interés público, pero también como grupo de poder- de su noción de lo que es una noticia: un guión que polariza a actores y grupos, y que contiene los ingredientes modernos del drama: el escándalo, la corrupción, el envoltorio de grandes personalidades, la confrontación, el dinero, el poder y el sexo. Así, los temas que cubren los medios poco tienen que ver con los asuntos de la vida diaria de las personas, y mucho menos con las soluciones a esos problemas cotidianos.
Por otro lado, la clase política está acostumbrada a vivir inmersa en las discusiones de la «agenda nacional» y en los creadores de opinión (académicos, columnistas, sectores organizados de la sociedad civil, editorialistas, etcétera), ha responder y a opinar en torno a esta agenda, pensando que la discusión política es el debate sobre el que más se interesan los electores. Pero no es así. En muchas ocasiones, ni los medios ni los políticos logran comprender qué es lo que les interesa a los electores. Estos, por el contrario, sí distinguen entre lo que les resulta interesante y lo que no. Muchos de los contenidos de una campaña, en especial las contiendas de polarización y de ataques entre candidatos, que están acompañadas por escándalos, resultan irrelevantes para los electores frente a los temas que tienen que ver con su vida diaria como el empleo, los salarios, la economía, la seguridad pública, el bienestar social, como la salud, la educación, y las pensiones, y esa larga lista de etcéteras que refleja las preocupaciones de una sociedad.
Al final, la elección de los electores se sustenta en sus propios intereses. A pesar de las largas temporadas de noticias escandalosas y las discusiones aburridas que acompañan una contienda política, la decisión de los electores no es por lo interesante, sino por lo que resulta importante para ellos.
Es un error pretender conseguir el voto de los electores haciéndolos tomar partido de la campaña del escándalo y de la descalificación. Una campaña que parte de esta premisa comete dos errores de premiación graves. El primero, y más importante, pensar que el elector no es inteligente y que está más preocupado por el entretenimiento de la contienda, que por lo que es realmente importante para él. El segundo, que un candidato logre ganar el debate de la opinión publicada, es decir, derrotar al adversario en los términos de la clase política y los líderes de opinión, pero perdiendo el debate en la opinión pública y, por tanto, perder en las urnas frente a una campaña que sí haya conectado con los electores y sus preocupaciones más sentidas.
Los candidatos, la gran mayoría de ellos- por historia, por ideología, por formación- están convencidos que la política es la que dicta las estrategias de comunicación. Hay algo de cierto en ello. Uno no puede comunicar inconsistencias en términos de valores y posturas, si no quiere que su candidato sea tachado como un swinger o un acomodaticio, una de las cuestiones que castigan con más saña los electores. Pero, en el fondo, una campaña es comunicación, no política, y mucho menos diálogo con la clase política y mediática, es, ante todo, una charla con los electores.

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