domingo, 3 de junio de 2012

Rufo y yo…
Alfonso Cerdenares Domínguez.
Salí del trabajo, como era mi costumbre y miré que en la carátula de mi reloj marcaban las nueve y media de la noche. “Temprano”, pensé y me dirigí a la panadería que me quedaba de paso hacia el paradero del centro, para comprar las consabidas seis piezas de pan, las que me devoraba, dos cada vez que me sentaba a ver la tele o a escribir “noséqué” cosa, a veces para matar el tiempo. –Hola, buenas noches –dije a la chica que suele estar resolviendo crucigramas y demás juegos de palabras para no aburrirse. –Buenas noches, señor –apenas sí respondió sin quitar la vista de la hoja de papel, donde un sinnúmero de letras se amontonaban formando un cuadrado y que mantenía ocultas “nosécuántas” palabrejas escritas al margen. Me quedé mirando por un momento el palagrama y sin pensarlo dos veces, le señalé una que estaba escrita de forma diagonal. La chica levantó la vista y, como molesta, me dijo si ya había escogido el pan que llevaría.
–Perdón –dije y luego tomé una charola de las tantas que estaban apiladas y unas pinzas que colgaban de un trozo de manera que funcionaba a modo de perchero. Cuando llegué a casa, de inmediato, Rufo salió a recibirme, con sus saltos de un lado a otro, su lengua de fuera y uno que otro ladrido. Al tratar de subir las escaleras, mi fiel amigo se adelantó y cuando llegué al descanso, prácticamente puso su hocico en mi cara. –¡Quítate! –ordené y el perro terminó de subir hasta el cuarto de alquiler que rento desde hace varios años. Abrí la puerta y tomé el cazo medidor para darle un poco de su alimento. –¡¡¡Otra vez no comiste, pinche Rufo!!! –refunfuñé al darme cuenta que el alimento servido en la mañana estaba casi intacto. El can pareció entenderme y se fue con la cola entre las patas a echarse debajo de una pequeña mesa de madera donde suelo colocar los periódicos que voy leyendo en la semana. Fui a la cocina y calenté un poco de leche. Después, sentado en mi “sillón de pensar”, me puse a ver la tele por un rato. Afuera, vi cómo Rufo comenzó a devorar la comida servida desde temprano. “Mi perro fiel… me espera, para que comamos juntos”, pensé y di un largo sorbo al vaso de leche y mordisqueé uno de los panes comprados en la tienda. Sin querer, como un acto reflejo, mis ojos se posaron en mis calcetines comprados “nosécuándo”, los vi raídos, casi transparentes en la punta de los dedos. “Voy a tener que cambiarlos”, pensé y entonces me imaginé el día que acudí a esa tienda de autoservicio donde vi la ropa interior, calcetas, boxers, truzas, medias y los calcetines. Tomé un paquete de calzones y otro de calcetines, me dirigí a la caja para pagar. A veces me muestro un tanto descuidado al hacer mis compras y tengo la certeza de que me fallará en mi talla, pero eso no importa, de por sí duermo con el cuerpo desnudo, debido al calorón que ha hecho en los últimos días, qué más da tener o no ropa interior. Por lo general, quemó un raidolito para que los zancudos no hagan todo un banquete de mi cuerpo; a veces quemó las flores de pericón que compré en Semana Santa, pero eso hace que mi cuarto se llene de humo y tenga que salir por un rato hasta que desaparezca el olor a ramas quemadas. Un día, el vecino de al lado me preguntó si me drogaba. –No, para nada –fue mi respuesta. –Es que a veces llega el olor como a petate quemado –dijo mostrando una sonrisilla como de complicidad –eso hace daño –recalcó. En la azotehuela vivo solo, solamente acompañado de Rufo, así que me siento en plena libertad y cuando tengo todas las luces apagadas, me doy el lujo de salir desnudo a la intemperie, para sentir el aire fresco, sea de la noche o de la madrugada. Sólo mi perro me ve y sin morbo alguno, sigue mis pasos y a veces salta de un lado a otro, como queriendo jugar. Si me refugio en el baño, mi fiel can se echa frente a la puerta hasta que escucha cuando el agua corre por la tubería hasta ir a dar al drenaje. Entonces se levanta, se despabila, se estira y vuelve la vista cuando he abierto la puerta y comienza a caminar de regreso al cuarto. Los sábados, como rutina de fin de semana, me levanto temprano para lavar mi ropa. Antes de salir, la separo, por un lado la ropa de color, las camisas las playeras, la blanca; por el otro, los pantalones, los de mezclilla, los de gabardina y los de vestir. La ropa interior la dejo aparte, esa la pongo a remojar por unas horas, les dos una “pasada” en el lavadero y luego a la lavadora. Cuando se acerca algún fin de semana, los compañeros de trabajo se ponen contentos y si usaran sombreros, seguramente los arrojarían al aire gritando bravos y vivas; hasta me hacen recordar al “Tortugo”, aquel compañero que se alegraba cuando comenzaba a llover y se escuchaba que la lluvia se convertía en un tormentón. –Ojalá y se llene el vado para que mañana no pase la camioneta –decía como implorando a todos los dioses del Olimpo. A veces se le cumplía su deseo y al otro día lo veíamos regresar con la sonrisa de oreja a oreja, a sabiendas que cobraría su salario sin trabajar. –¿Se llenó el vado? –preguntábamos con ironía. –Sí y esto retrasa mi trabajo –respondía fingiendo una preocupación que distaba mucho de sentir. A mí sí me retrasa mi trabajo y no me gustan las suspensiones de labores, ya que  tengo que andar de aquí para allá, tomando fotografías, cargando la cámara, descargando fotos, entrevistando a fulanito, perenganito y menganito, escribir, escribir y escribir; revisar los textos y la formación de las publicaciones, y, y, y… y que todo quede en orden. La ropa interior suelo colgarla al interior de mi cuarto, tal vez por pena, por pudor o por costumbre; por eso he colocado un tendedero con sus pinzas y toda la cosa. Los pantalones los subo a la azotea, donde Rufo no los alcance, de lo contrario los baja para jugar con ellos. Las camisas las dejo un rato al sol y luego las meto al cuarto, a éstas les coloco un gancho para que haya “lavado y planchado permanente”, como solía decir Armando que casi quería tender su ropa doblada, como recién terminada de planchar. Rufo se queda a cuidar la casa y suele corretear a los gatos que intentan meterse sin su permiso. Antes de que el can llegara, todo era territorio gatuno y dejaban sus heces fecales donde les daba su regalada gana. Se orinaban aquí, allá y acullá. Ahora tengo que levantar, diariamente, el excremento del perro y lavar los sitios donde “marca su territorio”. Con Rufo jugamos al “torito”, con una hoja de periódico, con la escoba o con una playera viejita que le di para que durmiera en ella. Él suele lanzar dentelladas al objeto que tengo en las manos y dar vueltas en mi derredor. Finalmente logra llegar hasta a mí y hago como que me caigo para que él haga como que muerde mis manos y hurgue entre mi cabello. Luego, los dos nos levantamos y él corre a su lugar de siempre, a la puerta de entrada, el sitio donde vigila permanentemente a la gente que pasa y ladra a los perros que gozan de mayor libertad. Quizá Rufo necesite salir más a la calle, pero es un tanto riesgoso, pues los urvaneros no tienen precaución alguna y a veces se andan correteando tratando de ganarse el pasaje. Con rufo en casa, los hijos del vecino ya no saltan a la azotea para cortar las limas que penden de las ramas del árbol, donde suelen ponerse amarillas y hasta caer al piso debido a su madurez. –Si quieren limas, pídanlas; con mucho gusto se las regaló –dije en más de una ocasión, al sorprenderlos dentro de casa arrobados en su tarea.

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