martes, 23 de febrero de 2016

COLUMNA

Cosmos
Héctor Contreras Organista

DOÑA SILVINA PASTOR PÉREZ, MARY, OTI, LULÚ Y… “LA FINCA”
 “Para la mujer trabajadora su casa 
es un taller, para la floja, una cárcel”
-La Rochefoucauld-
En este espacio deseamos rendir un justo y muy merecido homenaje al grupo de mujeres que con su trabajo esforzado lograron desde hace años dar nuevamente un gran realce a la cocina chilpancingueña. 
Ellas son doña Silvina Pastor Pérez, quien como cocinera se lleva los aplausos por su comida exquisita, sabrosa, con magnífico sazón y sobre todo, limpia. Quienes le acompañan en la tarea son varias mujeres, algunas de las cuales se han ido del centro de trabajo, pero otras admiradas como Oti, Mary y Lulú permanecen como vigorosas y entusiastas trabajadores que atienden con esmero, prontitud y buen carácter a la clientela. 
Este es nuestro homenaje a ellas y una modesta narración de un restaurante que mucho prestigia a Chilpancingo:
La Finca
La Finca es un restaurante muy popular en Chilpancingo. Se localiza en la calle Nicolás Bravo, en el centro de Chilpancingo. La fachada conserva su aspecto antiguo con portón, pared larga y techo de teja. Elvirita Calvo es su propietaria, con mucha personalidad, iniciativa y de trabajo esforzado.
La Finca, antes de llamarse así, es desde hace años el hogar de la familia Calvo. Era –dicen-una casona con paredes de adobe y techo de teja, como la mayoría de las casas Chilpancingueñas. 
Se localiza en la esquina que forman las calles Nicolás Bravo y Juan Ruiz de Alarcón y pertenece al Barrio de San Francisco, uno de los dos barrios del sur de la ciudad. El otro es Tequicorral. 
Se dice que donde está el restaurante era establo. Había una casa pequeña que daba a la calle de Bravo y contaba con cocina, corredor, vivienda y un patio amplio con bastantes plantas y macetas.. 
Ahí vivió la tía Chofi, tía de Elvira Calvo, una anciana muy conocida y apreciada en la ciudad: Era alta, blanca, de pelo lacio y cano con trenza y de carácter recio, duro, hosco. Usaba falda larga, luciendo delantal siempre limpio. Doña Chofi murió hace muchos años.
 Se avenía recursos económicos vendiendo mezcal por copa a clientes seleccionados por ella. “No cualquiera entraba a esa casa”, dicen en sus remembranzas algunos paisanos. 
Con los clientes, por las tardes, “a la hora del amigo” la señora jugaba baraja, conquián. Además del carácter fuerte y porte altivo era dueña de unos ojos hermosos de los que brotaba una mirada viva, inquieta y aguda, inquisidora.

La construcción en el interior de la casona formaba escuadra. Los Calvo encerraban los animales después de la jornada en los campos labrantíos del sur de la población. 
Era el techo también de teja, una especie de media agua sostenida por horcones y viguetas. Frente a los corrales estaba el patio con arboles de toronja y limón, un níspero, bugambilias de colores varios y algunas macetas colocadas sobre pretiles, pintadas en rojo, donde se veían muchas flores. También daban sombra y frescor las enredaderas y otras plantas. 
Desde el patio, cuando el vientecillo levantaba las cortinas de las puertas de la vivienda se veían sobre la cama de la tía Chofi las una hermosas sobrefundas. Eran una especie de colcha con acabado multicolor, hecha con pedazos de tela de los sobrantes de sus faldas que seguramente unía con la costura a mano o posiblemente en una vieja máquina Singer, de aquellas movidas por pedal.
Cuando la anciana murió el lugar fue transformado por la señora Elvira en restaurante. Parte de la casa que da hacia la calle Juan Ruiz de Alarcón la conservó como vivienda, otra parte, hacía el sur fue para Arquímedes, su hermano menor quien sobre la calle Juan Ruiz de Alarcón puso a funcionar una pozolería. Más tarde la quitó. 
Años después, donde estaba la caballeriza construyó doña Elvira un edificio de dos pisos que usa tal vez como vivienda y otra parte como bodega. Es de hecho una fortaleza con balcones y acabados de buen gusto. 
La Finca comenzó a funcionar como todo negocio de esa naturaleza, con unas cuantas mesitas de comedor colocadas en dos corredores diseñados en escuadra. Al pasar el tiempo, la parte baja del edificio interior se construyó ya de concreto. Se dejó un espacio más amplio para que fuera el comedor principal y pudiera albergar mayor número de mesas. No es exagerado citar que diariamente aquello es un enjambre, salvo los jueves, por el pozole vendido en otros lugares. 
La comida de La Finca es deliciosa y cada día de la semana los dos platillos principales varían. El comensal elije, pero la sopa siempre es arroz y algún caldo. Mucha gente tiene que esperar a que otros clientes terminen de comer para ellos entrar a tomar sus alimentos.
Desde que comenzó a funcionar como restaurante se colocaron las mesas con cuatro sillas cada una. Se cubrieron con mantel de tela a cuadros y de colores vivos y se les forró con plástico transparente. En los horcones embadurnados de aceite quemado se veían hace años aperos, correas para uncir bueyes, un arado oxidado, bules, picheles y el lugar despedía el delicioso olor a tierra mojada. Años después el piso rústico se cubrió con cemento.
Clientes asiduos a La Finca confiesan que tomar los alimentos en ese lugar es como revivir el Chilpancingo de los años 50 y 60 del Siglo XX. El sazón de la comida no es diferente al de cualquier hogar de alguna vieja familia local. El sitio es muy agradable y acogedor y más que nada evocador. 
La Finca funciona de las 9 de la mañana a las 5 de la tarde de lunes a sábado. Agradables y animosas muchachas, es decir señoras jóvenes (Mary, Lulú y Oti) siempre de buen humor se encargan de atender a la clientela, llevando a las mesas bebidas y comidas que de la cocina salen aromatizando el ambiente, delicias con exquisito sabor. Una gran señora, de las grandes cocineras locales se encarga de elaborar los platillos.
Pero al interior de la cocina y en el anonimato trabajan arduamente un grupo de mujeres entusiastas y entronas. Todas contribuyen aportando lo que les corresponde para que los guisos salgan y se sirvan muy sabrosos.
El nombre de la cocinera principal que es de hecho la heroína elaboradora de los mejores platillos  chilpancingueños responde al nombre doña Silvina Pastor Pérez, gran orgullo para esta tierra y en especial para su distinguida y querida familia.
Doña Silvina nació en 1936, fueron sus padres la señora Irene Pérez Ramírez y su papá don Faustino Pastor Arcos. Tiene un hermano, Luis, que es satres y tuvo una media hermana, Eloísa. El domicilio familiar estuvo en la calle Neri, del barrio de San Mateo. 
Siendo una niña, su mamá la llevó con doña Teófila Sánchez quien tenía su restauran donde por muchos años tuvo su negocio la señora Lupita Peralta. Doña Silvina dice que su mamá ahí la dejaba trabajando, lavando trastes haciendo quehaceres y aprendió a cocina observando la forma en cómo lo hacía doña Teófila.
“Ahí me fui fijando, me fui fijando. Me casé y después me dio trabajo doña Modesta, cuñada de Teofi, la esposa de don Lacho el que hacía la nieve, el Chinono. Ahí anduve, con la misma familia. Me fui para allá, porque cuando se murió doña Modesta Nava que estaba en el  hotel Laura Elena, yo nomás venía a ratos y me iba a la casa a dar de comer a mis hijos. 
Mi esposo es el señor Aurelio Cuenca Ortiz, sus hijos: Tomás, el que le mataron, era maestro; fueron ocho hijos.
Empezó a cocinar haciendo responsable de esa actividad, con Elvira Calvo. La invitó a que viniera a hacerse cargo de la cocina del restaurante La Finca donde lleva más de 30 años de trabajo. Su familia ya le pide que se retire. “Voy a tratar de retirarme”.
Cocina (y muy sabroso) de todo: El mole poblano, el verde; fiambre, chiles rellenos, tortas de papa, todo lo que se pueda.
Hace tiempo, en su domicilio, preparaba comidas para banquetes que muchas personas le solicitaban. Esa actividad dejó de hacerla y en la actualidad es una de sus hijas quien la realiza. La especialidad son los tamales de carne, de queso, etcétera y atoles.

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