viernes, 13 de mayo de 2016

COLUMNA

Tratando con sicarios


Apolinar Castrejón Marino
La historia norteamericana consigna que algunos inmigrantes italianos se unieron para formar una mafia con el fin de extorsionar a los comerciantes, en la ciudad de chicago, en el estado de Illinoins. 
Tuvieron tanto éxito, que en poco tiempo, estaban extendiendo sus actividades al control de las apuestas y casas de juego. La proverbial osadía e impunidad con que procedían dependían del maridaje que habían establecido con los jefes policiacos corruptos, con los cuales compartía información valiosa. 

Destruían comercios y negocios, asesinaban y extorsionaban según los niveles de odio, revancha o escarmiento que debían a sus enemigos. Los ametrallaban, acuchillaban o ahogaban en agua. Y eran refinadamente crueles con los entrometidos, a quienes aniquilaban a balazos, y luego les sacaban los ojos. 
A los que se aliaban con sus enemigos, les hundían los pies en un molde de cemento, y cuando se convertías en piedra, los arrojaban al mar o al río. A los soplones (delatores) los ejecutaban a balazos y sobre el pecho del cadáver, dejaban un canario muerto (significaba que el pájaro había cantado de más). 
Entre tanta crueldad, destaca el hecho de que familiarmente, asistían puntualmente a la iglesia los fines de semana y participaban en la parafernalia religiosa, porque les gustaba alimentar la percepción popular de que eran fervorosos creyentes. 
Cuando tomaban sus alimentos, o se encontraban descansando con su familia, nunca realizaban tratos o compromisos legales, ni ilícitos, presuntamente porque no querían involucrar a sus esposas, ni a sus hijos. Se sabe positivamente, que nunca asesinaban sin causa ni motivo. Tampoco asesinaban gratuitamente, pero eran muy generosos con las balas, cuando se trataba de aniquilar a sus enemigos. 
Llamaban “contrato” al compromiso de asesinar a alguien y nunca lo mencionaban por su nombre, ni mencionaban las palabras asesinar o victimar, mucho menos ejecutar. Quizá al asesino le confiaban que ya no quería ver a fulano o zutano, o les pedían que llevaran al interfecto a reunirse con sus familiares. 
El cumplimiento de un “contrato” era más un asunto de honor, que de dinero. En muchas ocasiones, se equivocaron de víctima, pero los mismos ejecutores se encargaban de enmendar el error, sin costo adicional. 
El contrato era específico, si se ordenaba asesinato y desaparición, o asesinato ostentosamente público, o asesinato con discreción; así se cumplía puntualmente. Si era asesinato simple, el ejecutor nunca se preocupaba por desaparecer ni el cadáver, ni los indicios de sus acciones.
Entonces ¿Allá no había crimen de Estado, ni había necesidad de desaparecer los cadáveres incinerándolos? Pues parece que no. 

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