jueves, 13 de octubre de 2016

PRIMERA PLANA

 Las llamas del averno

Wendy Alanís

Soy Armando, soy alcohólico y asesiné a mi esposa en estado de ebriedad. Era invierno de hace diez años, la noche venía más negra que de costumbre, el aire ululaba una tétrica canción que parecía burlarse de mi alcoholismo y mis dedos que eran tan flacos dolían de tanto frío. Fui maestro muchos años de mi vida pero ya estaba jubilado y no supe qué hacer con tanto tiempo libre, sin embargo; estaba dispuesto a deshacerme del tedio, del olor a viejo y de mi esposa, a la que había aguantado por cuarenta y cinco años.

La oscuridad de la rutina me convirtió en un ebrio sin control y no me di cuenta que me estaba destruyendo poco a poco, que me estaba quedando sin un espasmo de dignidad, de sobriedad, de felicidad.
“Es viernes y los viernes todo mundo bebe”, decía yo; orgulloso de ser conocido en cuanta cantina había en el pequeño pueblo donde nací y crecí, aún era un municipio de burros y bicicletas con una parroquia central y dos capillas muy dispersas, había llegado el progreso pero las señoras aún preferían juntarse en los lavaderos comunitarios, ávidas de cualquier ínfimo chisme que recreara su necesidad de morbo y eso me tenía asqueado. Creía que merecía algo diferente, algo mucho mejor, distinto, ¡¡¡nuevo!!! ¡cómo el nacimiento de un bebé!, no esa cosa gris a la que todos llamaban rutinariamente vida.
En fin, la realidad es que no supe cómo ni en qué momento de mi existencia me perdí en las huesudas manos del vicio, y gritaba a todas voces por un sucio vaso del alcohol más caro o corriente con el cual quedar ebrio y bebía hasta que el cuerpo se me entumía, hasta caer en un sopor tan pesado como un costal de papas, ¡era yo un tipo apestaba a alcohol!. Roberta; mi mujer que nunca había tenido más ambición en la vida que la de tener un marido que la mantuviese, un hogar para barrer, trapear y cuidar, con hijos por supuesto para poder retener a su hombre, o al menos esa era la tradición.
Sin embargo; en un principio nos amábamos de verdad y ella me parecía la mujer más hermosa de ese feúcho pueblo. Pero el tiempo se encargó de decolorar la pasión, de volverla amarilla, insípida e inodora. Tuvimos  tres varones y una preciosa niña que cuando crecieron tomaron su propio rumbo y nos dejaron solos, así como habíamos empezado, tal y como dice el dicho.
¿Qué más da?, el caso es que desde hace algunos años que sólo veía a través de una copa de vino tinto, de mezcal, de aguardiente o de cerveza que pudiera quemarme las venas, el pensamiento o el alma que para ese entonces ya tenía un soplo de podredumbre, se había deformado con las neurosis, ¡le habían salido escamas de odio!
Así era el tiempo aquel día; tan gélido que lastimaba y tan negro el manto de la noche y con el viento mascullando una tonada ya conocida en son de burla. La neblina dibujaba el rostro de la muerte en la amoratada bóveda celeste, como un tétrico anuncio pero la tierra del panteón, quizá sabedora de un próximo encuentro, perfumaba la atmósfera que parecía de cristal. Yo salía de la cantina como todos los fines de semana, moribundo de ebriedad, bufando la frustración que guardaba desde mucho tiempo en los bolsillos de mi vida, “seguramente mi mujer ya se durmió, no se preocupa por su hombre” pensaba eso, mientras caminaba rumbo a casa.
Roberta “La Bella”; como yo le decía cuando me enamoré desea mujer, siempre había sido una señora muy sonriente, trabajadora y dedicada a su hogar pero hacía dos años que tenía que tomar pastillas para dormir a consecuencia de mi alcoholismo pues para mí sólo era un montón de canas y arrugas que yo detestaba ver. Así es como llegué aquella noche a lo que era mi morada, anestesiado de tanto licor, llevando con torpeza mi última copa.
El mistral era casi glacial pero la oscuridad era tan lúgubre que parecía la casa de un diabólico fantasma y eso me hacía temblar de miedo. En las paredes húmedas de mi vaso resbalaba el letargo de mi borrachera cuando me acerqué a mi esposa que por supuesto, ya estaba dormida, yacía inmóvil en su lado de lado de la cama  y trastabillando me senté junto ella, siempre me gustó su gesto de inocencia al dormir, la admiré y acaricié despacio sus pies desnudos, subí mi mano temblorosa por su pantorrilla, luego por sus blancas piernas que aún eran suaves y torneadas hasta sentir el calor de su entrepierna y con la destreza ya aprendida me hice de sus senos y el deseo erizo mi adormecido miembro, recorrí su cuerpo a mis anchas, como un barco en altamar pero al ver que no lograba hechizarla con mis caricias, la cólera me hizo su presa, ¡Roberta, Roberta, despierta por favor, Roberta te estoy tocando ¡supliqué pero el efecto de los somníferos no la dejaban oír mis plegarias de amor, lloré desesperado como estaba y con el alma hecha un harapo, me arrodillé a sus pies y lamí sus dedos, desnudé su meloso ser, subí con mi lengua la colina de sus pechos, bebí de sus pezones hechos flor, mordí su boca hasta que un chorrillo de sangre se diluyó en mi saliva pero ella no despertó, me sentí despreciado por mi mujer; entonces un grito de rabia cuarteó el silencio, pero Roberta seguía sin oír, sin hablar, sin amar, derrotado y envilecido me senté junto a ella, miré el reloj, eran casi las tres de la mañana, me desvestí y abracé a mi querida Roberta, de pronto ¡su mano estaba tocando mi sexo y yo creí que había despertado!, me equivoqué, entonces; la ira por mi malogrado intento brotó como lava de un volcán en erupción, de un  manotazo alcancé las tijeras que estaban en el buró y sin pensarlo asesté el primer golpe en el estómago de mi querida Roberta, ¡maldita vieja, despierta que te estoy llamando! balbuceaba y sollozaba al mismo tiempo, entonces cuando ella aún tenía la mitad de las tijeras dentro de su abdomen y un charco de sangre manchaba su ropa de dormir, levanté mi mano con más fuerza que antes e introduje cuatro veces más el arma homicida en las entrañas de quien fue mi compañera tantos años de  mi vida, en el último golpe y sin soltar el instrumento me derrumbé sobre lo que ya era el cadáver de Roberta, gimiendo inconsolablemente pero aún sin darme cuenta de que el vicio me había convertido en asesino.
Lloré tanto sobre el pecho de ella, lloré tan amargamente que pronto me quedé dormido sobre el fiambre, aún sin saber de la inverosímil atrocidad que acaba de cometer. Y así; fundidos en el fuego del amor y el odio, entre la sangre y las lágrimas que mojaron el cuerpo sin vida de mi mujer, nos encontró la mañana.
Era sábado y mis manos aún empuñaban las tijeras sobre el vientre de Roberta cuando el sol disipó las tinieblas que tanto causaron terror me causaron. Dos de mis hijos llegaron de visita ese día aunque ninguno de los cuatro me dirigía la palabra desde hace tiempo por los  malos tratos que le prodigaba a su madre, razón por la cual en muchas ocasiones le pidieron que me dejara solo, ella nunca quiso. Según su declaración estuvieron tocando por más de una hora y los vecinos comentaron que no nos habían visto salir; así que tomaron la decisión de llamar al cerrajero.
Cuando lograron entrar a la casa buscaron directamente en la recámara y la escena que vieron los hizo vomitar de horror.¡ Su padre dormía sobre los despojos de su madre!.
Mis ojos tenían legañas de sangre y la mitad de mí rostro una costra del mismo líquido viscoso cuando me esposaron aún sentado sobre el mullido lecho. Mi alma pendía de un hilo tan delgado como la hebra de una araña. Afuera una veintena de azules rodeaban la casa fuertemente armados, la gente encantada con el nuevo chisme del barrio miraba con morbo el macabro acontecimiento. Me moría de angustia pero demasiado tarde me había llegado el arrepentimiento.
En mi confesión alegué que no recordaba nada porque estaba completamente alcoholizado, mentí pero era lo único que podía decir y aun así me dieron diez años de cárcel. Hasta entonces supe que cavé un abismo demasiado profundo, oscuro y frío y que ese sería desde ahora el único lugar donde viviría. Nunca más volví a ver a mis hijos.
Y así; en el infierno de mi soledad corrieron ocho largos años, no volví a tomar una sola gota de alcohol desde aquella terrorífica noche, estaba a punto de alcanzar mi libertad por buena conducta pero me daba lo mismo estar en la cárcel o en cualquier otro lugar, nada me devolvería la paz que había perdido por testarudo, por dejarme envolver en las marañas de la perdición.
Llegó el día de salir, el umbral del reclusorio se abrió una mañana de mucho viento, no había sol y una nube gris amenazaba con la furia de una tormenta, mi mano sostenía a modo de equipaje una caja de cartón con ropa vieja como yo, di tres pequeños pasos y me detuve, no sabía a donde ir, toda mi familia me dio la espalda desde aquella funesta hora. De pronto una figura femenina que lucía un traje tan negro como sus bellos ojos, se paró frente a mí y dijo; papá, ¡mi corazón de anciano sintió nacer la alegría nuevamente.
Pero lamentablemente sólo era una ilusión pues el rechazo de una caricia mía me convirtió en estatua de sal, bajé la mirada y ella desvió la suya hacia el infinito y se apresuró a decir que me llevaría a casa de mi  prima Carmen, camino allá sólo cruzamos un par de ideas, vagamente mencionó que estaba contenta de que yo estuviera fuera, que me visitaría de vez en cuando y eso fue todo, luego su boca se selló como figura de cera hasta que llegamos a nuestro destino. El silencio entre los dos era una aguja clavada en mi alma que sangraba.
Carmen era la prima más cercana que tenía, crecimos juntos y jugábamos siempre después de la escuela, éramos inseparables hasta cada uno se casó y nuestras vidas tomaron rumbos distintos. Ahora, hasta ella tenía miedo de mí. Nadie quería convivir con un asesino. Carmencita tan pronto como pudo acondicionó el cuarto de los trebejos que estaba en un rincón de la huerta, a leguas se notaba que me quería lejos de ella. Y ahí me quedé los dos últimos años de mi vida, libre y solo.
Y en esa soledad tan infernal, el fantasma de mi querida Roberta pronto comenzó a visitarme, al principio llegaba de vez en cuando, por ejemplo en mis noches de insomnio cuando el calor me tenía desnudo y con la puerta abierta, entraba y se quedaba junto a mí en la cama, seguía llevando el pelo recogido así como sus ropas tan limpias. Y con esas alucinaciones de mis penumbras en vela pasé mi primer año en libertad pero para ese entonces todo yo era un manojo de nervios, sin amor y abandonado pero con el espectro de mi esposa muerta chorreando sangre por los cinco agujeros de su vientre como única compañía. Ahora venía a verme casi todas las noches. Empuñaba sus tijeras y a dormir. Era demasiado castigo pagar con ese tormento mi pecado.
Tiempo después comencé a fumar y para cuando se cumplieron un año y nueve meses de haber dejado la cárcel ya era adicto al cigarro, la locura rozaba mi entendimiento haciéndome preso mis delirios de persecución. Roberta no sólo me visitaba todas las noches, también hablaba conmigo y cuando se cansaba simplemente se recostaba a mi lado, toda despanzurrada como estaba.
Así estuvimos durante esos pocos meses que faltaban para terminar el año, el esperpento se metía a mis aposentos sin que yo pudiera evitarlo, su espectral figura se confundía con las caprichosas formas del humo de mi cigarro y a pesar de que a  gritos le pedía que se fuera, que regresara a su oscura tumba, ¡vuelve a tu inmundo lecho de muerte ¡aullaba en mi desesperación, ella, sólo danzaba cual volvoreta (mariposa) en el rosal y luego pernoctaba conmigo, como si fuera la dueña de mi casa. Entonces, el fulgor de un viejo odio renació en un estrato de mi deshilachado interior, ahora aborrecía el alma en pena de mi esposa.
Una tarde, cerca de la hora de la cena, regresé al cuartucho ese que me habían prestado para vivir pero en el que nadie me visitaba con tres candados más para la puerta de madera y algo de pan y leche. Ésta vez no podrá entrar; decía yo para mis adentros pero se me olvidaba que todo era una visión de mi atormentado ser. En esas estaba cuando se llegaron las nueve, era una noche salaz, así que anduve un rato desnudo por el patio, admirando esa grandiosa luna mucho más grande que el día anterior, su fría luz refrescaba mi sexo, me masturbé frente a ella y avergonzada se ocultó tras una nube larga, seguí ansioso, deseando desprenderla del cielo y eyacular en su cara redonda, sin embargo; estaba dispuesto a descansar tranquilo esta vez, entonces cerré la puerta con cerrojo, llave y los tres candados que compré, tomé mis sagrados alimentos tan lentamente como Jesucristo camino al Gólgota.
Sólo y aburrido, fumé media cajetilla de cigarros en tan sólo dos horas y cuando mis dedos aún sostenían un delgado puro, el cansancio cerró mi ojos, lo último que vi fue una escultural fumarola haciendo cabriolas sobre mi cabeza. No sé cuánto tiempo me venció el sueño pero de pronto la asfixia me despertó bruscamente, una gigantesca nube de humo cerraba mi garganta y las llamas del averno consumían con sus enormes lenguas rojas los pocos tiliches que adornaban mi vivienda, busqué desesperadamente las llaves pero era demasiado tarde, estaba atolondrado y no podía ver nada y para cuando me di cuenta que estaban puestas en el cerrojo el fuego ya devoraba la mitad de mi desnudez, no pude hacer nada más por mí.
Desperté, en el camastro de un hospital con limpios ventanales y paredes blancas, ubicado en el piso número veinte de una torre. Mi carne está hecha hollín, el olor a quemado hiere la nariz de las pocas personas que se atreven a visitarme, aún desprende pequeños hilos de vapor, señal de que todavía se está chamuscando. Me acompañan el llanto de mi hija y un hombre vestido de sotana con cara de pederasta y modales afeminados, huele a perfume de señorita, imagino que es recién llegado, creo que él está más enfermo que yo pero uno no puede escoger al sacerdote que te ayudara a bien morir, a petición de mi hija se acerca con prisa, me confiesa e impone los santos óleos antes de mi último hálito de mi vida.

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