lunes, 12 de diciembre de 2016

COLUMNA

 La guerra, de los sexos

Apolinar Castrejón Marino
Gran admiración profesamos muchos mexicanos por la periodista Carmen Aristegui, por su valentía y la veracidad de sus noticias. Pero recientemente apareció en internet un video en el cual expresa su opinión respecto a los escasos resultados que ha tenido las actividades sociales que buscan disminuir la violencia hacia las mujeres.

Esto nos dejó perplejos, pues expresó que “…la palabra “feminista” se ha satanizado”, y que la percepción de la gente es de que las activistas que se ocupan de promover la no violencia hacia las mujeres “…son demasiado radicales y que no permiten la comunicación”.
También piensa tan ilustre señora, que se necesita dar “una batalla cultural más profunda. Porque los jóvenes (…) están pensando de otra manera, traen otro chip”.
Resulta un desastre, que una gran intelectual que piense esto, y no relacione esta situación, con la larga historia de una batalla que vive la humanidad desde tiempos inmemoriales, La Batalla de los Sexos. Usted sabe de qué estamos hablando, porque seguramente estará involucrado en alguna batalla.
Veamos como desde el principio, y en congruencia con la naturaleza, la sociedad ha considerado que hombres y mujeres son diferentes, y de alguna manera, llegaron a la conclusión de que cazar animales para la cena, era menos peligroso que cocinarlos, y los hombres tomaron la parte más riesgosa; pelearse con los mamuts y tigres dientes de sable.
En el transcurso de los tiempos, se han realizado acciones para garantizar la cohesión social. Una de ellas fue la dote: una especie de fondo de garantía o fianza, que los padres de la mujer, entregaban a la familia del hombre con quien querían casar a su hija.
En el libro “Cuijla”, que dicen que se pronuncia Cuisla, que es el apócope de Cuajinicuilapa, el antropólogo Gonzalo Aguirre Beltrán narra cómo se “roban” a las muchachas en ese lugar de la costa chica del Estado de Guerrero.
Como si lo hubiera visto, dice que las jóvenes solteras acostumbran ir a traer agua a un arroyo cercano al poblado. Para tal efecto llevan un cántaro de barro y un carrizo para llenarlo. Resulta que el agua más limpia se encuentra en pequeños remansos entre las piedras, río arriba, y para hacerla entrar al cántaro utilizan el carrizo como canal.
Casi siempre se hacen acompañar por una amiga o familiar. Una vez que han llenado su recipiente, regresan a su casa, platicando. De repente, sale de entre los matorrales su joven pretendiente, y apresuradamente la toma por la cintura y la lleva hasta un caballo traído expresamente para el rapto.
Estas acciones son respaldadas por los amigos del novio, por si alguien trata de impedir el “robo” de la damita. Acto seguido, los muchachos, montados en sus caballos se alejan al galope por entre el monte, dejando de testigo a la acompañante de la chica raptada.
Curiosamente, entre la prisa de las acciones, el autor escuchó la voz de la raptada que decía “…apúrate, que parece que viene gente”. Y al decir esto, le propinaba tremendo palazos con el carrizo, que la chica había aserrado con una segueta, para que se rompiera con facilidad y no lastimara a su galán (¿?).
 Si el pretendiente, no tiene amigos que lo apoyen a robar a su novia, ni caballos para tal acción. Le queda la opción de “pedir la mano de su novia” lo cual lo expone a que la mamá de la damita le diga: “Y qué ¿no se la puede robar”? ¿”No tiene valor? ¿”No sabe que solo se pide a los perritos y no a las muchachas”?

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