martes, 13 de febrero de 2018

COLUMNA

DESCUBRIENDO...
Bersabeth Azabay Ortíz
A mis 18 años sentía comerme el mundo. Tenía estudios de prepa con excelentes calificaciones, mi alta autoestima de mi físico e intelectual me hacían caminar entre nubes. Salí de mi pueblo natal para crecer en todo sentido, emigré a la ciudad… Me deslumbró el ambiente de diversión por ser un lugar turístico y a la vez con tantos vicios. Sin embargo, en mi ser aventurero de crecer me adapté rápido. Aunque las intenciones de mi llegada eran estudiar no fue así, me puse a trabajar de lo que hubiera y es entonces que conocí a un joven alegre, muy guapo, atento y meses después de ser novios me casé con el por el civil. Ambos teníamos un empleo modesto y sobrellevábamos los gastos hasta que llegó nuestro primer hijo. Tuve que
dejar de trabajar, y el supuestamente salía a trabajar mientras yo me quedaba en casa para atender al Bebé. Él llegaba sin dinero en la quincena y casi a diario llegaba tomado. Le pregunté qué pasaba, El sólo me decía: pues, no hay dinero…Le dije que lo habían ido a buscar de su trabajo porque no se había presentado. Le reclamé esta situación y al hacerlo me golpeó y se salió de la casa, viví un infierno. El cayó en las drogas y alcohol, llegando a casa cuando quería y se hacia cada vez más violento y celoso. Traté de ayudarlo, pero fue imposible y termine huyendo de él. Para esto, ya teníamos dos hijos. Regresé a mi pueblo con mis padres con mis hijos pequeños. Reconozco que no había madurado aún, mi conducta tampoco fue tan responsable pues era descuidada y floja lo cual me acarreó problemas con mis padres y hermanos y terminé saliéndome de la casa también. Regresé a la ciudad, empecé a trabajar para educar a mis hijos. Algunos vecinos que veían mis apuranzas y penas por darles alimento y educación a mis hijos, me echaban la mano cuidándolos mientras trabajaba. El papá de mis hijos quiso volver conmigo y aunque lo amaba no volví con él porque no dejaba los vicios, los cuales más tarde le arrebataron la vida. Enfrenté su muerte sola, la vida me compartió de su amargura. Al morir él, mis hijos fueron mi fuerza y deseo de superarme, dándoles casa, alimento y educación…Hoy mis hijos están grandes y me ayudan voluntariamente con el gasto de sus estudios y yo trabajo con empeño. Dejé atrás la flojera y la vanidad, ahora sigo soñando y realizándome en lo que quiero. Tomé unos cursos que me dieron un oficio que me gusta mucho en el cual me supero día a día. Rehíce mi vida, y el hombre que está a mi lado me respeta y nos ama, a mí como a mis dos hijos, como si fueran suyos. Estoy muy agradecida con Dios por lo que ha permitido en mi vida.
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