NOTA

Serenándose en la
plaza central de Acapulco
Miguel Ángel Mata Mata
— Pásele, güerito. Hay picadas, elotes y esquites.
— ¿Cuánto por las picadas, seño?
Caminaba junto a la catedral de Nuestra Señora de la Soledad. No escuchó el pum, pum. Eran tres. Huyeron caminando.
Los viernes, por la noche, en la Plaza Álvarez de Acapulco se venden cenas, globos, pulseras, playeras, y otras cosas baratas que pueden comprar quienes no tienen de otra: senta
rse a verse los unos a los otros en medio del bullicio. Nomás se ven entre ellos. Nada más que eso.
Por ahí se entra a la iglesia. Un padre nuestro y un Ave María serían el único consuelo de la multitud, asustada por los tiros, que buscó refugio debajo del altar. Pasó uno, dos, diez minutos y salieron.
Otra vez a los tacos de cabeza, las picadas, los globos. A mirarse los unos a los otros. Nada más que los unos a los otros. ¿Hace falta ver de más?
Los servicios periciales tardaron en llegar. Los cotidianos guachos y gendarmes andaban cenando. Él quedó con los ojos como viendo al cielo, como serenándose, tirado en la calle que divide al vicio y la virtud. A la derecha está la entrada a la catedral. A la izquierda la calle donde comienzan los bares. En medio, la gente.
—¿Y ese, qué tiene pintado de rojo en el pecho? Preguntó el güerito a la señito de las picadas.
—¿Cuántas ordenes va a querer el señor?, fue la respuesta.
El bullicio siguió el viernes por la noche. Fue en el centro, a un costado de la iglesia. ¿Cuántos van?  ¿Qué será del paisaje costumbrista de las picadas, los tamales, los esquites, los elotes y la música a todo volumen cuando no haya cuerpos serenándose en la plaza principal de Acapulco?
¿Quién les extrañará?
Viernes 25 de mayo del 2018.

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