miércoles, 9 de octubre de 2019

COLUMNA

Café Astoria
Ignacio Hernández Meneses
EL PAULINA: TRAGEDIA INSCRITA EN LA MEMORIA GUERRERENSE
Aún sin tener la dimensión exacta de los dolorosos e irreparables daños humanos y materiales del Paulina —el Servicio Médico Forense manejaba como secreto de Estado la cifra de 53 muertos—, en los espacios de la Universidad Autónoma de Guerrero (Coordinación Zona Sur) se diseñó y desplegó el Plan Emergente Universidad Solidaria. Bañados de lodo y con la ropa remangada, salimos con el acuerdo de socorrer a las familias afectadas rumbo a la colonia Generación 2000, allá por el rum
bo de Pie de la Cuesta. Un párroco de una iglesia ubicada en la unidad Lomas de Plateros del entonces Distrito Federal me ofreció despensas, agua, medicamentos y ropa que habían donado sus feligreses. Antes, tuvimos que lidiar con la insensibilidad de algunos funcionarios de la burocracia universitaria que entonces tenían bajo resguardo la flota vehicular con el inhumano argumento de que ir por despensas no era tarea sustantiva de la universidad. En la colonia Generación 2000 vimos en carne y hueso a la muerte. Teníamos que brincar las piedras, el lodo, las ramas con pedazos de carne de la gente que inútilmente buscó salvar sus vidas en las copas de los almendros, tamarindos y marañonas. Los garrafones de agua, la ropa y los alimentos que llevamos fueron insuficientes; En esta tarea me ayudaron mis compañeros periodistas Elsa Zamora Acosta, Francisco Javier Pérez Fierro (qepd), y “El Triqui”. Con sus ojos rojos de tanto repasar sus recuerdos, las víctimas bajaban de los húmedos cerros que bordean el poniente de Acapulco. En los días posteriores, la Marina nos proporcionó un helicóptero para llevar atención médica y medicinas. Encabezados por el entonces coordinador de la Zona Sur, Samuel Reséndiz Nava, enfilamos rumbo a las comunidades serranas de Atoyaquillo, Tepetixtla y Paso Real de Coyuca de Benítez. Desde el pájaro de acero (era azul) podíamos ver como en fila india, como hormigas rojas, la gente huía de las cascadas de lodo en las faldas de la Sierra Madre del Sur. Allí, luego de bajarnos de la nave, el ejército blanco de alumnas y alumnos de la escuela de Enfermería número 2, inyectó de más vida a los deshidratados, desnutridos y malolientes niños. Fueron escenarios de miedo, sangre y dolor a flor de piel. Pero allí estaba nuestra universidad ayudando a su pueblo; el mismo miserable y digno pueblo que en los años sesenta donó su sangre para darle autonomía. En muchas de las casas de bajareque y huesos de palapa derrumbadas, quedaron también algunos cuadros apolillados con vidrios rotos que protegían diplomas, cartas de pasante y títulos universitarios, la mayoría firmados por el extinto rector Rosalío Wences Reza, el hombre historia de la UAG. Definitivamente: es un orgullo ser hijo académico de la histórica Autónoma de Guerrero. Nuestra universidad, siempre solidaria.

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