jueves, 5 de diciembre de 2019

ARTÍCULO

Jonathan Swift
Análisis y reflexión a la obra literaria del diácono y filósofo Jonathan Swift. Por Jorge Luis Falcón Arévalo.
“Te enseñaré que este mundo en que vives no es cómo crees, porque efectivamente no es como lo ves o lo sientes. Juzgas todos los objetos que te rodean por la información de tus sentidos, pero los sentidos engañan mucho más de lo que te imaginas”.-Nicolás Malebranche-
Jonathan Swift, nace en Dublín, 30 de noviembre de 1667 y muere el 17 de octubre de 1745. Fue un escritor satírico irlandés. Su obra principal es “Los viajes de Gulliver”, cuyo título completo era “Los viajes a varias naciones remotas del mundo en cuatro partes de Lemuel Gulliver, primero cirujano y luego capitán de varias naves”, que constituye una de las críticas más amargas, y a la vez sat
íricas, que se han escrito contra la sociedad y la condición humana.
No existe hasta el momento en toda la literatura occidental de la humanidad una condena al género humano comparable a la expresada en este libro. Swift fue capaz de dar a este trabajo un equilibrio general absoluto. Su agresivo significado alegórico es accesible para aquellos que quieren entenderlo, pero no daña ni el juicio sobre las fantásticas construcciones del autor, ni la capacidad imaginativa del lector. De allí la evidente ironía de que la puya y sátira más cruel y elaborada contra la humanidad, haya tenido éxito como un ameno libro de lectura, convertido, con los cortes adecuados, en un clásico para los niños.
Hace más de dos siglos que Jonathan Swift viene soportando un equívoco  cruel: él es un creador famoso (se publicaron, cientos de versiones infantiles de su Gulliver), pero el poder de su genio y la verdadera índole de su mensaje permanecen ignorados por casi todos nosotros. Es una lástima, porque ni su genio ni su mensaje son superfluos. A nuestra época no le vendría mal algo de la despiadada imparcialidad que Swift ejercitó para juzgar a los hombres, sin excluirse él mismo; algo de la enconada valentía con que amó la inteligencia y la justicia. Que esas pasiones suyas lo hayan llevado a despreciarnos no parece culpa de él: es una responsabilidad nuestra, un dilema para lectores que frecuentemente son víctimas.
Jonathan Swift es el hombre que más lejos se aventuró en la temeridad de desafiar y enfrentarse con sus congéneres y el más eximio artífice del sarcasmo y la ironía en la historia de la literatura. En conjunto, un inexorable e infalible maestro de la demolición.
«El fin principal que me propongo en todos mis trabajos es vejar al mundo antes que divertirlo, y si pudiera cumplir este designio sin perjudicar mi propia persona o mi fortuna, sería el más infatigable escritor que tú hayas visto», confió a Pope en 1725. Escudándose en anónimos ineficaces (todo el mundo reconocía las diabluras del Dean), duro, minucioso, exasperantemente bien educado, dedica su arte a la destrucción. Muchas de sus víctimas resultan hoy insignificantes, y sólo la atención del victimario las salvó del olvido. Pero la principal -la humanidad- sobrevivió con sus defectos. En nuestra época, el significado de la actitud de Swift crece, y el hecho de que Gulliver y Una modesta proposición puedan desempeñar todavía un papel acusador constituye -además de una humillación para la vanidad de los conquistadores del cosmos- un buen argumento para los predictores de catástrofes. Claro que, si el derrumbe se produce, Gulliver y Una modesta proposición conservarán, quizá, su utilidad, porque estos textos no sólo serían capaces de entretener a un último sobreviviente; hasta podrían alegrarlo de haber quedado solo.
Pero la utilidad de Swift (la utilidad de la razón) parece haber resultado inútil.
Nuestra cordura y nuestra comodidad prefirieron defenderse de él transformando a Gulliver en un cuento infantil, aunque es una burla horrenda cuya comprensión supera las posibilidades de la inocencia. Cabe preguntarse por qué se le concedió al Dean el beneficio de una censura tan sutil, siendo la elegancia de estilo tan extraña al espíritu de los censores. La respuesta es obvia: Swift no es un proselitista, su sátira, que no perdona a nadie, difícilmente encontrará partidarios. Compartir honestamente sus opiniones implicaría confesar la culpabilidad de nuestro silencio y asumir una responsabilidad; se supone que no hay peligro de que lo hagamos por demasiado tiempo, y parece que se supone bien. En Inglaterra, donde Swift es bastante estudiado, los eruditos han desarrollado una habilidad pasmosa para disecar las habilidades formales del Diácono sin inquietarse por el contenido, para transformar un horror palpitante en letra muerta.
Él se vengó tomando la delantera por anticipado, y con creces, de los críticos, y denunció, también, algunos de los mecanismos de la censura subconsciente, mucho antes de que su sentido fuera develado por la psicología moderna: «La sátira es una especie de espejo, cuyos contempladores descubren en él los rostros de todo el mundo, excepto el propio. Esta es la principal razón de la amable recepción que encuentra en el mundo, y de que tan pocos se sientan afectados por ella». Él supo más que nadie que nuestros principales opresores son el prejuicio, la comodidad y la cobardía, que no hay cárceles tan herméticas como las de la mente. Para liberamos, para animarnos a saltar el abismo entre lo que el hombre es y lo que puede ser, se burló y embromó sin piedad, incesantemente.
Jonathan es, sencillamente, un hombre que vivió la Edad de la Razón con integridad tan obstinada, tan «enfermiza», que la razón se le deshizo entre las manos.
El humor y la supuración de las palabras de Swift adquieren por momentos un zumbido delirante.
Sus reflexiones y observaciones le indicaron que el actuar del hombre no está rubricado por la razón, sino por la bestialidad, y no quiso callarlo. Pero el hecho de que haya muerto insano, «como una rata envenenada en su agujero», ha servido para que se le adjudiquen desequilibrios y resentimientos que explicarían su misantropía; nadie parece dispuesto a aceptar que esa misantropía pueda ser el producto de un análisis inteligente. Se olvida muy fácilmente que la obra de Swift fue compuesta durante años de lucidez extrema, una lucidez que hipnotizó a Berkeley, Pope, Gay, Arbuthnot, Voltaire y otros talentos de la época.
La locura final de Swift, el agravio más cruel que la naturaleza pudo infligirle, redondea la última paradoja de un hombre que representó la inteligencia en la plenitud de sus medios, que redujo al absurdo la falacia de una humanidad que se engaña a sí misma. Todo el delicado mecanismo de sus burlas, en las que «se podrían contar las puñaladas por centímetro cuadrado», se basa en una fingida adhesión al «sentido común». No al de los filósofos (que consistiría en el uso de la razón aplicado a las cosas sencillas), sino a ese sentido común que nos conduce servilmente por los caminos que convienen a nuestra hipocresía. Swift explotó maquiavélicamente esta prostitución del silogismo mediante el simple expediente de adherirse a ella. Una modesta proposición, por ejemplo, sugiere que los hijos de los pobres sean servidos en la mesa de los poderosos, evitándoles un porvenir peor y ofreciendo ganancias a sus padres y a sus opresores; nos halaga apelando a nuestro «lado práctico» y no a nuestra generosidad o compasión, sentimientos que simula ignorar tanto como nosotros. Esta aplastante adhesión a la víctima resulta mortalmente eficaz: el astrólogo Partridge es destruido en nombre de la astrología, Gulliver hunde al acusado a fuerza de simpatizar con él, algún  oscuro político fue suprimido bajo una montaña de alabanzas.
Hablando de Swift, parece minúsculo señalar sus maestrías menores: la perfección de su estilo, el hecho de que renovó la literatura inglesa y de que fue, probablemente, el primer gran periodista. Esto no lo hubiera preocupado mucho.
El Swift de la historia y el de sus invenciones están entrelazados en una de las construcciones novelescas más complejas del siglo xx, el Finnegans Wake. Como Joyce era un formidable escritor paródico, se podría sostener que convirtió a Swift en algo muy parecido a un heterónimo. La risa desaforada de Joyce no existiría sin el Swift de “Historia de una barrica” o de “Una proposición modesta”.
Despreció a los literatos profesionales y temió ser confundido con ellos; los escarneció bastante como para que no quede lugar a dudas.
Su visión y punto de vista de la política iba acompañada, eso sí, de una defensa en profundidad de los derechos del Parlamento frente al absolutismo. Y se convirtió, en sus últimos años, en un paladín de las libertades irlandesas. Era, en otras palabras, un heterodoxo, un conservador liberal, un antecesor directo de autores de la familia de Adolfo Huxley, Bernard Shaw y George Orwell. La fantasía de “1984” o de “Animal Farm” (Rebelión en la granja) no difiere demasiado de la de los Viajes de Gulliver, pero me parece que las ficciones de Jonathan son más sutiles y tenues, más misteriosas, más sorprendentes, asombrosas. Se podría sostener que Swift es el escritor de lengua inglesa más cercano a Franz Kafka, a pesar de las enormes diferencias. Así como Joyce, pariente literario suyo, lo es a Rabelais.
Le hubiera gustado, en cambio, interpretar a su modo la frase de Thackeray: «Pensar en Swift es como pensar en la ruina de un gran imperio». Swift es, verdaderamente, el cronista imparcial, imperturbable; del derrumbe del imperio de la razón; un cronista que nuestro siglo parece necesitar más que el suyo. Si él viviera hoy no hay duda de que la palabra «civilización» adquiriría en sus labios una connotación siniestra; y no deja de constituir un test aleccionador cómo describiría Gulliver un bombardeo o de qué modo colaboraría el autor de Una modesta proposición con las campañas contra el hambre.
Pero no es necesario desalentarse. A pesar de su dureza (apenas le conocemos unas sonrisas, unas ternuras), el Dean Swift constituye por sí mismo una esperanza para los hombres, que es necesario salvar de los desvanes literarios de los que tanto se burló. A él, la esperanza se le escapó como si fuese una flaqueza o una contradicción: «Dios ha dado a la mayor parte de la humanidad una capacidad para comprender razón cuando esta es claramente ofrecida, y la humanidad sería fácilmente gobernada por la razón si se la dejara elegir». Y en su epitafio, que él mismo redactó, este hombre solitario quiso dejarnos, sobre tanto desprecio, el vislumbre de una oportunidad: «Imitad, si podéis, su viril defensa de la libertad».
Jonathan Swift falleció el 17 de octubre 1745. con la mente perdida, de 78 años de edad, y fue enterrado en un sitio, como reza su lápida, “Donde la justa indignación ya no podía romperle el corazón nunca más”.
Dejó su fortuna a los pobres, disponiendo también la fundación de un manicomio.
En tanto, reconozco en Nicolás Malebranche, su frase para la posteridad: “Juzga la realidad de las ideas no por el sentimiento que tienes de ellas, que te indica confusamente su acción, sino por la luz inteligible que te muestra su naturaleza”.

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