lunes, 7 de noviembre de 2022

𝟮 𝗯𝗼𝗿𝗿𝗮𝗰𝗵𝗼𝘀 𝗲𝗻 𝗲𝗹 𝘇ó𝗰𝗮𝗹𝗼 𝗱𝗲 𝗔𝗰𝗮 𝗰𝗼𝗻 𝗰𝗮𝗻𝗰𝗶𝗼𝗻𝗲𝘀 𝘆 𝗯𝗮𝗹𝗮𝘇𝗼𝘀

* 𝘈𝘤𝘢𝘱𝘶𝘭𝘤𝘰 𝘷𝘪𝘷í𝘢 𝘦𝘭 𝘫𝘦𝘵 𝘴𝘦𝘵 𝘦 𝘪𝘯𝘪𝘤𝘪𝘢𝘣𝘢 𝘭𝘢 é𝘱𝘰𝘤𝘢 𝘋𝘰𝘳𝘢𝘥𝘢

* “𝘕𝘰 𝘭𝘰𝘴 𝘵𝘰𝘲𝘶𝘦𝘯,  𝘴𝘦 𝘭𝘦𝘴 𝘵𝘦𝘳𝘮𝘪𝘯𝘦 𝘦𝘭 𝘱𝘢𝘳𝘲𝘶𝘦 𝘺 𝘭𝘢 𝘣𝘦𝘣𝘪𝘥𝘢”

 

𝘾𝙖𝙧𝙡𝙤𝙨 𝙊𝙧𝙩𝙞𝙯 𝙈𝙤𝙧𝙚𝙣𝙤.ACAPULCO, GRO.--A las cuatro de la mañana de aquella noche de noviembre del 73, el viejo teléfono Ericson de la comandancia de la policía judicial del Estado repicaba fuertemente y rompía la monotonía del silencio de esa velada calurosa que solamente era interrumpida por el vuelo y picadura de aquellos zancudos que atacaban impunemente a los policías de la guardia de prevención.

El mero comandante Urbano Luna estaba al pie del cañón en su oficina justo en esos momentos aciagos en la política de Guerrero. ¡Y cómo no eran aciagos si los grupos guerrilleros encabezados por Lucio Cabañas Barrientos y Genero Vázquez Rojas tenían la zozobra sembrada en la gente pudiente de aquel Acapulco! A diario se conocían sus comunicados que publicaban los diarios locales de la época como Prensa Libre, de



Severiano “Chema” Gómez.

El viejo policía estaba a punto de irse a descansar a su casona de la colonia Morelos (su residencia ocupaba una cuadra entera en la colonia Morelos, antes de otorgarla bajo testamento a sus hijos quienes finalmente lo corrieron y no lo querían ni ver en los bienes inmuebles que obtuvo por su trabajo policiaco). Su sexto sentido le advertía algo. Dio la orden a uno de sus policías para que respondiera el teléfono y poder atender la llamada.

—Policía Judicial del Estado, a la orden…

Del otro lado de la línea, se escuchaba la voz nerviosa de un hombre…

—Vengan pronto al zócalo. Hay dos tipos borrachos haciendo disparos. Uno tiene una pistola y el otro una metralleta en la mano. Están acompañados de un mariachi que podrían estar en peligro… Los dos están muy briagos.

El policía, conocedor de aquel viejo adagio de no acudir a balaceras ni fugas de gas en momentos más peligrosos porque puede morir de un balazo o en plena explosión, intentó sacar más raja de la leña que les mandaban.

—A ver, dígame cómo son, cómo están vestidos, cuánta gente más lo acompaña…

El hombre aquel apenas tenía fuelle para hablar… por el miedo y por los nervios juntos…

—Son dos tipos. Uno es regordete con fachas de turista y el otro, el que tiene la metralleta en mano, es un tipo alto, parece que trae una camisa blanca de mangas largas… a ver, espérenme, creo que me están diciendo que es el dueño de un periódico…

—¿De qué periódico? ¿Eh?… ¿de Novedades? Está bien… Ahorita vamos para allá.

Nomás colgó el auricular, el viejo Urbano Luna preguntó de qué se trataba la llamada.

Y el policía de guardia se la soltó rauda y veloz:

—Dos tipos están bien borrachos, cerca del kiosco de la catedral tirando bala… uno es turista y dicen que el otro es dueño de un periódico.

—¿De qué periódico?

—Dicen que del periódico Novedades.

Los ojos del comandante casi se le chisparon. Y lanzó a gritos la orden a sus elementos de la guardia de prevención:

—Ni se acerquen. Ya tenemos suficientes problemas como para meternos en otro con el periódico Novedades. Mejor todos permanezcan atentos. A ver, comunícame con el jefe de la policía preventiva.

Y fue Urbano Luna quien le llamó al jefe de la policía preventiva de Acapulco para darle otras instrucciones:

—Mande, por favor, dos o tres de sus patrullas para que estén cerca. Quiero que cuiden a ese par de borrachos y que no causen problemas. No los detengan… y si tiran balazos… déjelos, están de fiesta…

Del otro lado de la línea, se alcanzó a escuchar:

—Sí, señor. A la orden.

Cerca del sitio donde estaba “el problema” fueron aparcados tres safaris que traían los distintivos de la Policía Preventiva de Acapulco.

Una se estacionó a la puerta del Banco de México, junto a la catedral. Otro más se aparcó frente el viejo Cine Salón Rojo. Otro más en la contraesquina en la tienda de ropa de playa Catalina.

Todos los policías no perdían detalle de lo que estaba ocurriendo en aquel viejo kiosko donde muchos años atrás Juan R. Escudero arengaba a la población a emanciparse del yugo político y buscar más la democracia real y no la fingida que solamente protegía a los ricachones de la época, la mayoría españoles.

No tenían ni radios para comunicarse entre sí, ni podían mandarse señal alguna. La única forma de saber cuándo intervenir era una señal que debería hacer el comandante policíaco levantando la mano y los lanzara contra los borrachos aquellos.

Pero eso nunca ocurrió.

La orden fue estricta y clara. Se cumplió al pie de la letra:

—Dejen que se acaben el parque, no me los toque nadie. ¿Que se está juntando más gente? Déjenlos disfrutar un momento de la velada.

Y Urbano se retiró a su casa. La suerte estaba echada.

Unos siete u ocho integrantes de un mariachi que había sido contratado en las afueras del Bar Tenampa, ubicado en las calles aledañas de la gasolinería La Modelo, acompañaban al par de escandalosos.

Guitarras, cornetas, violines y el contrabajo rodeaba aquella construcción redonda que había servido de bastión al ilustre Juan R. Escudero para llamar a oponerse a la dictadura que ejercían sobre los ciudadanos y que beneficiaba, exclusivamente, a los ricos especialmente a los comerciantes españoles que eran negreros con los acapulqueños.

Desde las once de la noche cuando llegaron los borrachos al sitio, se escuchaban canciones y más canciones. Poco a poco se fueron juntando acapulqueños que solían andar de madrugada en el primer cuadro de la ciudad acapulqueña.

Los mariachis y la balacera espantaron a zanates y golondrinas que dormían plácidamente en árboles y cables que estaban alrededor de la plaza.

Se podían ver como cinco a seis botellas. Una de Old Parr, el whiskey escocés, y las demás eran de tequila Sauza. La pequeña banca redonde de aquel viejo kiosko redondo acapulqueño era el refugio de los dos hombres escandalosos.

Ese mismo kiosko, donde se desarrolló esta historia, sería derribado años después para construir uno más alejado de las puertas de la catedral de La Soledad. Se levantaría con material de granito que había sido donado tras una declaratoria de hermandad entre las ciudades de Tlaquepaque, Jalisco, y Acapulco.

El par de borrachos que tenían la balacera en el zócalo de Acapulco eran primos hermanos. Ambos eran originarios de Dolores Hidalgo, Guanajuato.

En las cuatro o cinco horas que duró la guarapeta, los policías con sus uniformes de color blanco y encerrados en sus Volkswagen Safari fueron los mudos testigos de los hechos y, además, los vigilantes de que nada les pasara a los dos personajes aquí descritos.

Uno de ellos se dedicó a componer canciones y cantar por todo el mundo. Le pidió a su pariente que quería venir a Acapulco en plan de incógnito, donde nadie lo conociera para disfrutar momentos de soledad.

Sabía que su destino estaba ya marcado y la Muerte lo esperaba ansiosa para llevárselo. Quería despedirse de su pariente y disfrutar, además, su bebida favorita: el whiskey Old Parr o el tequila Sauza.

El otro se dedicó al periodismo. Fundó periódicos aquí y allá. En Acapulco fundó Novedades de Acapulco, El Sol de Acapulco y Diario 17, los tres diarios impresos más importantes de la historia del periodismo de Acapulco y Guerrero, pésele a quien le pese.

Uno era el cantautor José Alfredo Jiménez Sandoval.

El otro era el periodista Mauro Jiménez Mora.

Gracias, de José Alfredo, escrita en el Bar Franzúa

* Quiso venir de incógnito para Acapulco, sabía que moriría

* Una metralleta y una pistola 45 rompieron el silencio del zócalo

* Dos guanajuatenses, con líos de faldas, cantaron y bebieron

A los inicios de los setenta, José Alfredo ya era famoso. Y Acapulco lo era mucho más a nivel mundial. La historia de ambos era endemoniadamente envidiada por muchos.

A los once años llegó a Ciudad de México donde desde adolescente empezó a componer sus primeras canciones. Su madre abrió una pequeña tienda que no prosperó, por lo que José Alfredo tuvo que contribuir a la economía familiar y desempeñó múltiples oficios, entre ellos, el de camarero.

Fue, además, jugador de fútbol. Participó en aquellos equipos históricos Oviedo y Marte de la primera división de fútbol mexicano. Su posición estaba bajo los tres palos. Era portero. Llegó a coincidir con otro compañero de equipo que era chilango y que, años después, también se haría muy famoso internacionalmente. Ese era Antonio «La Tota» Carbajal.

El joven compositor fue también integrante de un grupo llamado «Los Rebeldes». Hasta que lo descubrió Andrés Huesca y sus Costeños que le grabaron la inolvidable canción “Yo” (su primera canción compuesta por él mismo) y luego también la grabó Pedro Infante:

“Ando borracho, ando tomado porque el destino cambió mi suerte. Ya tu cariño nada me importa, mi corazón te olvidó pa’ siempre. Fuiste en mi vida un sentimiento que destrozó toditita mi alma. Quise matarme por tu cariño, pero volví a recobrar la calma”.

La biografía del cantautor señala que comenzó así una fructífera carrera que lo convirtió en el más destacado compositor de canciones rancheras en México; los mejores cantantes e intérpretes se disputaban sus temas para incluirlos en su repertorio. Sus melodías fueron interpretadas por Jorge Negrete, Pedro Infante, Miguel Aceves Mejía, Lola Beltrán, Javier Solís y la española María Dolores Pradera, entre otros.

El éxito como compositor y cantante lo llevó a una frenética actividad profesional. Además de dar sus recitales y conciertos, trabajó en el teatro, en la televisión y en la radio, tanto en México como en el extranjero. En el cine alcanzó gran popularidad gracias a cintas como Martín Corona (1950), Póquer de ases (1952), Guitarras de medianoche (1958) y La feria de San Marcos (1958).

Harto de todo aquello, José Alfredo contactó por teléfono a su primo hermano que dirigía el periódico Novedades de Acapulco cuya aventura la había iniciado un 4 de abril de 1969 con un ejército de reporteros integrantes de la vieja guardia.

—Primo, quiero ir a Acapulco… pero no quiero llegar a un sitio de lujo. Quiero estar donde pueda disfrutar mi vida, solito. Quiero estar unos días ahí en acapulquito, contigo y que bebamos juntos. ¿Me puedes ayudar?

Sin pensarlo dos veces, Mauro Jiménez Mora le respondió:

—Por supuesto que sí. Te rento un departamento por donde vivo en Los Palomares (la unidad habitacional Adolfo López Mateos). Tendrás una extraordinaria vista del mar y la puesta del sol que te va a encantar.

Y la petición fue rubricada:

—No quiero que me reconozca nadie. Quiero pasarla de incógnito porque quiero alejarme un poquito de todos. Quiero descansar y apreciar la vida, lo que me queda, solito.

Al colgar el teléfono del periódico, Mauro Jiménez Mora dio la orden a un fiel escudero que siempre tuvo junto a él. Trabajaba de fotógrafo en Novedades de Acapulco, periódico que se encontraba allá en sus primeras etapas de vida en la avenida Constituyentes. Ese fiel escudero era José Félix Contreras Arriaga, mejor conocido como Pepe Contreras.

Pepe fue a traerlo al aeropuerto. Y fueron directo al departamento que le rentó en la unidad habitacional conocida como “Los Palomares”. Era el lugar perfecto para él. Se trata de un departamento pequeño, ideal para una persona. Tenía de todo en el refrigerador: cerveza, vino, whiskey, tequila y, claro está, agua para beber.

Pepe lo llevó al mercado a comprar picadas, a comer tacos de bistec, a donde vendían mariscos, pero sobre todas las cosas… donde hubiera de beber, donde pudiera embriagarse. Esa fue la piedra de José Alfredo. Desde muy joven conoció el arte de la embriaguez y ahí inició su problema de salud con la cirrosis hepática. Sabía el daño, pero sabía que estando borracho le daba inspiración y seguía componiendo.

Y una noche, Pepe lo llevó al bar Franzúa donde conoció a La Quica, aquella mujer calentana que era la dueña del sitio. El bar se encontraba junto al entonces Cine Río casi enfrente a lo que era una sucursal bancaria en la avenida Cuauhtémoc.

Una botella de whiskey escocés reinaba en aquella mesa de madera. Era la de Old Parr que se la servía a veces solita y luego con agua de soda. Y entre sorbo y sorbo José Alfredo tomó una hoja de papel y con lápiz en mano comenzó a escribir algo. Nadie sabía qué era.

Pepe Contreras lo recuerda perfectamente:

—¿Cómo puedo pagar que me quieran a mí por todas mis canciones? Ya me puse a pensar y no alcanzo a cubrir tan lindas intenciones. He ganado dinero para comprar un mundo más bonito que el nuestro, pero todo lo aviento porque quiero morirme como muere mi pueblo.

—Yo no quiero saber qué se siente tener millones y millones. Si tuviera con que

compraría para mí otros dos corazones. Para hacerlos vibrar y llenar otra vez

sus almas de ilusiones. Y poderles pagar que me quieran a mí y a todas mis canciones.

Era “Gracias”, la que sería su última composición en vida.

Y la hoja se la guardó en la guayabera toda sudada que usó esa segunda noche en Acapulco.

Cerca de la medianoche, aquellos biombos que impedían la vista interior de la cantina vieron atravesar una figura desgarbada de un hombre alto, de piel blanca y de aspecto bonachón. Era Mauro Jiménez Mora. José Alfredo le pidió sacarlo de ahí porque estaban llegando mucha gente más a beber y temía que lo fueran a identificar.

—Vámonos para el zócalo… allá sí estaremos solos.

A bordo del Super Bee color rojo que poseía Jiménez Mora, se subieron su primo y Pepe Contreras. Efectivamente, se fueron al zócalo.

—Órale, Pepe… jálese por los mariachis… allá los esperamos en el kiosko, ordenó Mauro.

Y José Alfredo pidió otra botella de Old Parr…

—Si no tienen Old Parr qué les llevo…

—Un tequilita. Un Tequila Sauza.

A Pepe lo bajaron en la gasolinera para conseguir a los músicos. Y de ahí se llevó a todos hasta el zócalo. Algunos, desconfiados, se zafaron de la serenata. El mariachi era como de diez y apenas quisieron llegar seis o siete elementos.

—Oiga, ¿pero de veras nos van a pagar? ¿no nos está haciendo pendejos?

Y Pepe, mesurado, solo respondía:

—Tranquilos, no hay pedo en el ejido. Allá les voy a pagar y bien…

Apenas habían llegado los músicos y ya estaban con la primera de las canciones… El último trago…

—Tómate esta botella conmigo y en el último trago nos vamos, quiero ver a qué sabe tu olvido sin poner en mis ojos tus manos. Esta noche no voy a rogarte, esta noche te vas de a de veras. Qué difícil tener que dejarte sin que sienta que ya no me quieras.

—Nada me han enseñado los años; siempre caigo en los mismos errores. Otra vez a brindar con extraños y a llorar por los mismos dolores.

Y luego se cantaron otra docena más de canciones. Y le siguieron con otra docena.

Pepe estaba al pendiente de todo y sabía que la botella se terminaría luego luego. Entonces le pidió a uno de los ayudantes de los mariachis que fuera al Tenampa y se trajera dos botellas más.

—Ah, pero no te traigas a nadie más. Los que no quisieron acompañarnos que se vayan a la chingada.

Llegaron las botellas sustitutas y siguieron más canciones de José Alfredo.

El rey, No me amenaces, Amanecí en tus brazos, Paloma querida, Caminos de Guanajuato y Un mundo raro fueron algunas. Otras más fueron

Ella, Las Ciudades, Vámonos, La mano de Dios, Serenata huasteca, Te solté la rienda, La noche de mi mal, El Jinete, Los dos generales, Te vas o te quedas, El hijo del pueblo.

Y José Alfredo amenazó con usar su pistola 45 cuando se disponía a la siguiente canción.

Entonces, Mauro le pidió a Pepe Contreras que le trajera al “Niño” que traía dentro del Super Bee bien guardadito.

El “Niño” no era otra cosa que una metralleta corta Parabellum nueve milímetros. Siempre la llevaba guardada en la cajuela del Super Bee y luego la cambiaba a otro de sus vehículos, su Camaro color amarillo.

Comenzaron los mariachis con la canción:

Sonaron cuatro balazos; a las dos de la mañana lo fui a matar en tus brazos.

Sabía que ahí lo encontraba no creas que alguien me lo dijo; me dio la corazonada. Se me embaló la pistola, te salvaste de la muerte, todavía no te tocaba o fue tu noche de suerte.

Yo tuve que irme pa’l monte y ahí me volví rebelde, yo sé que quieren matarme, que la ley me anda buscando. Algún día darán conmigo no sé ni dónde ni cuándo, pero eso sí, te lo digo, me pienso morir peleando.

Adiós, mujer consentida, se despide tu rebelde. A ti te debo en la vida; estar sentenciado a muerte. Por eso, mientras yo viva.. Mi suerte será tu suerte.

Y Mauro Jiménez y José Alfredo Jiménez embriagados por el alcohol y los problemas personales, líos de faldas, que los aquejaban a ambos comenzaron a tirar balazos hacia el aire.

Las detonaciones provocaron la huida despavorida de centenares de zanates que dormían plácidamente en los árboles que había en la plaza “Juan N. Álvarez” (así, con la “N” que todavía existía en los libros y escritos de la época). También volaron los centenares de golondrinas que se agolpaban en los cables que rodeaban la plaza.

¿Qué si no tenían problemas ambos primos? Claro que los tenían… y muchos. A Mauro casi lo mata su esposa con un batazo que le rompió el brazo por andar de novio. Y José Alfredo se mataba solito con cada trago que se echaba al buche.

Y los mariachis seguían tocando a la orden del cantante. Y él le seguía con su voz…

—No quiero ni volver a oír tu nombre, no quiero ni saber a dónde vas así me lo dijiste aquella noche, aquella negra noche de mi mal. Si yo te hubiera dicho no te vayas qué triste me esperaba el porvenir. Si yo te hubiera dicho no, no me dejes mi propio corazón se iba a reír. Por eso fue que me viste tan tranquilo caminar serenamente bajo un cielo más que azul. Después ya ves, me aguanté hasta donde pude, terminé llorando a mares donde no me vieras tú.

A las primeras luces en el horizonte, Mauro apresuró a los músicos y a su primo hermano.

—Ya, vámonos… ya está amaneciendo…

Y José Alfredo le seguía:

—Que no somos iguales, dice la gente, que tu vida y mi vida se van a perder, que yo soy un canalla y que tú eres decente, que dos seres distintos no se pueden querer, pero yo ya te quise y no te olvido. Y morir en tus brazos es mi ilusión; yo no entiendo esas cosas de las clases sociales, solo sé que me quieres y que te quiero yo.

—Vámonos donde nadie nos juzgue, donde nadie nos diga que hacemos mal, vámonos alejados del mundo donde no haya justicia ni leyes ni nada nomás nuestro amor. Si no somos iguales, qué nos importa, nuestra historia de amores tendrá que seguir y como alguien me dijo que la vida es muy corta.

Esta vez para siempre yo he venido por ti, pero quiero que sepas que no te obligo, que si vienes conmigo es por amor; di con todas tus fuerzas lo que soy en tu vida pa que veas que me quieres y que te quiero yo

Mauro insistía:

—Ya, nos vamos… tienes una cita en el Distrito Federal y tienes que estar ahí. Ya dejemos de beber… no nos vayamos a morir de cirrosis. A dormir a la cama… dijo el periodista con su metralleta en la mano.

Y el fiel Pepe Contreras le pidió el arma y con mucho cuidado la tomó entre sus brazos para llevarla a guardar al vehículo del “Chief”.

Todos se aprestaban para irse. Y José Alfredo pidió la última canción. Obedientes, los mariachis comenzaron a rasgar las guitarras y soplar las cornetas. La voz del guanajuatense sonó potente:

—No vale nada la vida, la vida no vale nada. Comienza siempre llorando y así llorando se acaba. Por eso es que en este mundo, la vida no vale nada.

Al día siguiente José Alfredo llegó a su cita. Dos semanas después, el 23 de noviembre de 1973, José Alfredo moría. Con apenas 47 años de vida, la cirrosis hepática cobró la factura que le debía el compositor y cantante por el abuso del alcohol.

Según contó Chavela Vargas, amiga íntima de José Alfredo, cuando los médicos le dijeron que le quedaban dos meses de vida la llamó para «correrse la última juerga» juntos en unión del también compositor Tomás Méndez, autor de Cucurrucucú.

Estuvieron tres días con sus noches cantando, bebiendo y desmesurándose en El Tenampa, el mítico bar de la plaza de Garibaldi, en la capital mexicana.

Después vino a despedirse de su primo hermano Mauro Jiménez y de Acapulco.

Cuentan que cuando José Alfredo Jiménez falleció, Chavela acudió a su velorio y se desplomó cantando y llorando, bien borracha.

La música de José Alfredo Jiménez arraigó profundamente en el gusto popular mexicano. Sus composiciones adquirieron una enorme popularidad gracias a la belleza y simplicidad de sus letras y melodías y a la expresión sincera y directa de sentimientos con los que el público podía sentirse fácilmente identificado.

Verdaderamente el compositor supo plasmar, con realismo y emoción contenida, el amor y el desamor, la nostalgia por la vida campesina, y, en definitiva, toda la gama de los sentimientos humanos, incluyendo el odio, la rabia o el desengaño, así como la ternura y magia que extraía a menudo de cualquier escena en apariencia insignificante de la vida cotidiana.

Después de esa guarapeta histórica, Mauro Jiménez Mora todavía fundó el periódico El Sol de Acapulco en 1978 y luego Diario 17. Además, fue jefe de prensa en la delegación estatal del Instituto Mexicano del Seguro Social. Falleció el 29 abril de 1994 en Acapulco.

El legado del primero está intacto. Todos siguen cantando sus canciones. Les guste o no, las canciones de José Alfredo ahí se escuchan.

Pero el legado del periodista… se perdió. Hoy vive solamente en la memoria de unos cuantos. Todos los periódicos impresos de Novedades de Acapulco y Diario 17 terminaron en la basura. Solamente El Sol de Acapulco está en el edificio de la Organización Editorial Mexicana donde supuestamente se digitaliza para poder subirlo a una plataforma en la web y cualquier pueda consultarlo.

Tenía razón Pedro Calderón de la Barca:

La vida es un sueño… ( 𝘌𝘹𝘱𝘳𝘦𝘴𝘪𝘰𝘯𝘦𝘴 𝘎𝘶𝘦𝘳𝘳𝘦𝘳𝘰).

#𝗤𝘂é𝗱𝗮𝘁𝗲𝗘𝗻𝗖𝗮𝘀𝗮. 🏡 💙

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