martes, 25 de julio de 2023

𝗣𝘂𝗲𝗯𝗹𝗮: 𝗱𝗲 𝗹𝗮 𝘁𝗶𝗲𝗿𝗿𝗮 𝗱𝗲𝗹 𝗺𝗮í𝘇 𝗮 𝗹𝗮 𝗰𝗮𝗽𝗶𝘁𝗮𝗹 𝗱𝗲𝗹 𝗯𝗹𝘂𝗲 𝗷𝗲𝗮𝗻



Texto: 𝙈𝙚𝙡𝙮 𝘼𝙧𝙚𝙡𝙡𝙖𝙣𝙤 𝘼𝙮𝙖𝙡𝙖*/Fotos: 𝙈𝙖𝙧𝙡𝙚𝙣𝙚 𝙈𝙖𝙧𝙩í𝙣𝙚𝙯.PUEBLA. PUE., 24 de Julio de 2023.--Martín Barrios recuerda que cuando era niño vagaba con sus amigos de la cuadra por el ejido de San Nicolás. No había más que milpas y ellos robaban elotes o jugaban hasta la noche, sin importar el regaño que les esperaba a su regreso.
Atrás de su casa pasaba el tren y a Inti, su hermana menor, le gustaba verlo y caminar junto a las vías, siguiendo el sonido agudo e intermitente, como de piedritas que chocan, que salía de los talleres de ónix a lo largo de esa calle, que prácticamente marcaba el fin de la ciudad.
Eran los años 80, México era otro país y en el valle de Tehuacán, al sureste del estado de Puebla, la vida era muy diferente. En este lugar, donde se domesticó el maíz mediante técnicas de auto-polinización, cambiando para siempre la historia de la humanidad, las personas vivían de producir ese y otros granos, además de verduras y frutas.
También desde entonces era común dedicarse a la cestería, la fabricación de ladrillos y la maquila de pantalones de mezclilla y uniformes, una industria que aún no cobraba tanta relevancia, ya que sólo atendía al mercado nacional.
Pero algunas cosas cambiarían en la siguiente década debido a la privatización del campo y las reformas agrarias de 1992, que permitieron la venta de tierras comunales y ejidales, por la firma del Tratado de Libre Comercio con América del Norte (TLCAN) y el impulso de autoridades municipales para que Tehuacán, conocida como la cuna del maíz, se convirtiera en la “capital mundial de los blue jeans”, como incluso la declaró el gobierno estatal.
Los sonidos también cambiaron: en lugar del tren y el tintineo del ónix, llegó el tráfico. Afuera de su casa, Inti dejó de ver pinos y jacarandas. Su calle se convirtió en un bulevar que ahora atraviesa gran parte de la ciudad.
Muchos ejidos, incluyendo aquel donde Martín y sus amigos jugaban, se convirtieron en colonias, al principio sin servicios, cinturones de pobreza que fueron hogar para las miles de personas que migraron de diferentes municipios y estados, atraídas por la promesa de la maquila.
Una promesa de progreso, de oportunidades, sobre todo para las mujeres en una sociedad machista, una promesa que fue más bien espejismo, un engaño, una falsa mejora, una ilusión de futuro que pronto reveló su verdadero rostro: explotación laboral, contaminación y migración forzada.
𝗗𝗘 𝗟𝗔 𝗣𝗥𝗢𝗠𝗘𝗦𝗔 𝗔𝗟 𝗘𝗦𝗣𝗘𝗝𝗜𝗦𝗠𝗢
Desde la década de 1970 a 1980, la población de los seis municipios que conforman el valle aumentó, en algunos casos, como en Tehuacán, hasta en 65%, muy por arriba del crecimiento de 33% y 38% que hubo en el estado y el país, respectivamente. La zona ya se perfilaba industrial, con el auge de las refresqueras, gracias a la fama del agua mineral, las granjas avícolas, las porcícolas, y la maquila, ahora también de exportación.
En las siguientes décadas, la gente seguiría migrando al valle. El año 2000 terminó con un aumento poblacional de 45.4% en Tehuacán, el municipio más grande e importante de la zona, un porcentaje de crecimiento que prácticamente duplicó el del estado y el país (23% y 20%).
Esa migración provino sobre todo de la Sierra Negra de Puebla, de Zoquitlán, Chilchotla; de Huautla de Jiménez, Oaxaca; de Zongolica, Orizaba y Ciudad Mendoza, Veracruz.
Hoy, cinco de los seis municipios que integran el valle de Tehuacán están en el top 20 a nivel nacional en cuanto al número de habitantes que se dedican a la maquila; el porcentaje oscila entre el 17 y 30 por ciento de su población; por ejemplo en el caso de Altepexi, tres de cada diez trabajan en esa industria
Indígenas de otras culturas y otros pueblos abandonaron el campo y su jornada a la intemperie, de sol a sol, para ser devorados por las maquilas con sus luces blancas, que alteran el sistema hormonal, el sueño, el humor, que pueden causar problemas gastrointestinales, cardiovasculares y aumentan el riesgo de cáncer de mama.
Maquilas con su aire caliente, condensado y espeso, pues por regla general no tienen ventilación natural y a veces tampoco artificial, donde las personas, mujeres sobre todo, pasan 8, 10, 12, 14 horas –dependiendo del cúmulo de trabajo, “la tarea” le dicen, y de las horas extras para estirar la paga–, al cabo de las cuales salen con las manos, las lagañas y los mocos azules como la mezclilla, que silenciosamente, pelusa a pelusa, también va invadiendo sus pulmones.
Esta llegada de población campesina e indígena modificó la dinámica social en los municipios del valle de Tehuacán, pues si bien la primera generación mantuvo una combinación de actividades, entre el campo y la maquila, las siguientes generaciones se enfocaron en la industria.
“El mundo campesino se volvió obrero –dice Martín Barrios, defensor de derechos laborales de trabajadores y trabajadoras de la maquila desde hace más de 20 años– por el espejismo del Tratado de Libre Comercio de América del Norte”.
“La juventud tiene una historia de contraste con sus abuelos que trabajaban en el campo, porque sus papás fueron los primeros que empezaron a laborar en la industria de la maquila”, apunta Luis Alberto Hernández de la Cruz, sociólogo, Maestro en Estudios Sociales y Laborales por la UAM y Doctor en Geografía Humana por la UNAM.
Ahora la maquila es la primera opción para las juventudes, incluso antes de alcanzar la mayoría de edad: es aspiracional, determinado por la promesa de tener un “mejor ingreso” y una idea de “progreso”.
Y es que caminar por Tehuacán, Ajalpan o Altepexi es como andar por el anuncio clasificado de un periódico. Ni siquiera hay zonas específicas, en cualquier parte se pueden encontrar letreros, en lona o incluso en cartulina, afuera de casas, empresas bien identificadas o bodegones: “Se solicita costurera. Excelente ambiente de trabajo. Prestaciones superiores a las de la ley”.
“Entre los jóvenes hay una idealización del trabajo industrial, porque la maquila les ofrece un salario semanal; en comparación, trabajar en el campo o en otra actividad implica generar un ingreso que quizás no sea instantáneo; si es en lo agrícola, probablemente seis o diez meses después de tu siembra vas a recibir cierta ganancia”, explica Hernández de la Cruz.
Sin embargo, muy pronto la realidad les escupe en la cara. Le pasó a Elizabeth Arce. Ella empezó a trabajar a los 16 años en la maquila sin saber lo que le esperaba. “El primer día hasta lloré, porque no me había tocado ver que un patrón te hablara con groserías, y yo dije ‘qué hago aquí’, pero nuestra necesidad nos obliga a aguantarnos”.
Le pasó a Susana Sánchez. Ella vivía en Tezonapa, Veracruz, tenía 14 años y una experiencia de vida en situación de calle, cuando le contaron que en Tehuacán “había trabajo en la industria textil, que se pagaba bien y que no se necesitaban estudios”. No pasó mucho tiempo antes de darse cuenta que si no pedían muchos requisitos era porque “lo que ellos quieren es que trabajes, a ellos no les importa si te explotan, si tienes el papel, ellos quieren que trabajes. A mí me dijeron, ¿tú quieres trabajar?, ya tienes el trabajo”.
Además, si esas juventudes vienen de los pueblos, llegan sin familia ni redes de apoyo y dedican la mayor parte de su día a trabajar. En ocasiones las empresas hasta les ponen transporte, les rentan cuartos y les venden la comida para “facilitarles” su inserción en la maquila: son fácilmente explotables.
Y sin embargo, aun así se alimenta la idea de mejora. “Me da la impresión de que a partir de este trabajo industrial y de empezar a tener un ingreso hay una transformación en la forma en que ven su pobreza, hay como una especie de progreso, por el hecho de que ahora ya tienen acceso a dinero y pueden comprar una cama, aunque sea a crédito, o un sistema de sonido; eso para ellos es un avance”, dice Hernández de la Cruz.
Para Inti Barrios, la niña que caminaba junto a las vías del tren y que ahora es actriz, gestora cultural y activista, trabajar en la maquila supone una contradicción. “Por un lado las chavas tienen este rollo de: ahora puedo ir a los bailes y salir con mis amigas, en mi pueblo nunca hubiera podido hacer esto, y ahora también puedo comprarme algo, aunque saben que nunca van a poder comprarse los pantalones que costuran”.
Pero el espejismo se va diluyendo conforme pasan los años. Angélica Carrera, que tiene 48 años de vida y 33 trabajando en la maquila, sabe bien que “la canasta básica siempre va rebasando al sueldo. (…) Y no puedes guardar para una casa o un coche, o tener una buena estabilidad viviendo bien, comprándote buenos muebles, porque no alcanza, siempre tienes que ver lo mínimo que puedes comprar, como no comiendo tantas veces carne”.
Para Martín Barrios, esta voracidad de la maquila en un contexto de tanta necesidad, como es el que ha vivido la región desde el boom maquilero en los 90, “está destruyendo un tejido social comunitario a cambio de nuevas formas de esclavitud social”, y “vino a trastocar las relaciones familiares, las tradiciones, el medio ambiente”, añade Hernández de la Cruz.
Entre los ejemplos más claros está el rechazo de las generaciones jóvenes a la lengua indígena materna. Esas muchachas a las que les entusiasma ir al baile, ya no quieren hablar nahua.
“Siento que un mundo se borra o se superpone”, dice Inti, y para ilustrarlo se refiere a las mujeres de Coapan, una comunidad de Tehuacán donde tradicionalmente las mujeres venden tortillas. “Todas venían con las enaguas, la blusa, el rebozo, las tortillas, los huaraches. Y ahora siguen siendo tortilleras, pero llegan con el jean, unas hablan nahua, otras ya no quieren hablarlo definitivamente, y es cuando te preguntas si la identidad se pierde o se transforma”.
“Me acuerdo -continúa Inti- que en una fiesta en Altepexi vi a las tres generaciones: a las abuelas con el delantal, las trenzas, hablando nahua, una cuestión cultural muy fuerte; luego las mamás, a la mejor con el delantal, pero ya no con las trenzas, con pantalones de mezclilla, con una blusa; y luego las nietas, ya con el pelo pintado de güero, con la minifalda”.(𝙋𝙞𝙚 𝙙𝙚 𝙋á𝙜𝙞𝙣𝙖/𝘢𝘮𝘢𝘱𝘰𝘭𝘢𝘱𝘦𝘳𝘪𝘰𝘥𝘪𝘴𝘮𝘰.𝘤𝘰𝘮).

#𝗤𝘂é𝗱𝗮𝘁𝗲𝗘𝗻𝗖𝗮𝘀𝗮. 🏡 💙

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